Qué
bonito es empezar un año sin propósitos definidos. Ir a la deriva con los ojos
vendados sin saber exactamente qué hacer con los siguientes doce meses que se
antojan interminables. El invierno ésta temporada ha sido un asco, todo hay que
decirlo. Es el más insípido, caluroso y desabrido que recuerdo en la vida; y
escribo esto mientras los abanicos están encendidos, mi abrigo acumulando polvo
y un vaso de agua helada descansa al lado de la laptop. Debería titular este
post El suicidio del invierno; así, un título dramático para una temporada que
no supo estar a la altura. Las navidades calurosas no saben a navidades. Saben
a monotonía matutina y debates mañaneros sobre decisiones importantísimas como
con qué bebida acompañar el desayuno: café con leche o un jugo con cubitos de
hielo. Decisiones importantísimas, dije.
Últimamente
he tenido una pereza cibernética que le triplica el tamaño al Burj Khalifa. En serio, a veces uno se
cansa de procrastinar en lo mismo. A veces trasmuto la pérdida de tiempo en
Tumblr por un par de hojas físicas de un libro. Lo encuentro atrayente y hasta
tentador. Lo cierto es que tampoco he leído mucho, ¿eh? Thrillers cortitos pero
entretenidos, baratos, literalmente hablando (tanto precio como trama, vamos),
y del mismo autor. Uno de esos autores morales que tratan de insistir en cada
página que existe el bien y que existe el mal mientras, de vez en cuando, se le
va lo gore entre párrafo y párrafo. Lo estás haciendo bien, campeón.
Leyendo
el tercer libro de la saga Canción de
Hielo y Fuego he llegado a la conclusión que despacio se disfruta más. Es
la clase de novelas que sueñas con devorar como animal hambriento pero que al
final terminas con una indigestión descomunal y absurda, y así, la literatura
pierde todo matiz y sentido. Esta vez me estoy leyendo un par de capítulos por
día de Tormenta de Espadas, sin estar muy segura de cómo resultará el proceso,
pero voy por la vida viviendo al límite.
También
me he pasado la mitad del mes limpiando las escenas criminales que mi gato deja
en el baño. Maru va por la vida cazando animales que después mete ahí para
torturarlos y asesinarlos al Tarantino style. Cuerpos destazados, órganos regados
por el piso, regurgitaciones gatunas de huesos no digeridos y sangre manchando
las final baldosas que recubren la sala del trono. A él también le va lo gore. Hace
poco se escaseó en toda la ciudad el alimento enlatado que a él le gusta. La
cara de asco que me dedicó cuando le puse en su plato anti deslizante (o sea, bitch,
please) aquella comida en cuadritos y no molida era un poema a la vida. En
realidad temí por la mía cuando se me acercó con mirada asesina y me exigió otra cosa para comer, porque eso, en la
época de la supremacía gatuna me habría llevado directo a la cámara de gas. ¡Cómo
tienes cara para exigirme algo a mí!, le digo al muy sin vergüenza. Lo cierto
es que ese específico alimento molido enlatado es el que más se escasea en la
ciudad —porque obviamente vivo en una metrópolis— sobre todo porque es el que
más se venden. Así que cuando reabastecen ese producto en el único centro
comercial que lo vende, la horda de dueños de gatos corremos como mamás y papás
leones a conseguir el sagrado alimento de los dioses egipcios como si fuéramos
estadounidenses en WalMart un Black Friday. He visto escenas épicas de eso, lo
juro.
El
caso es que mis propósitos de año nuevo no existen. Son propósitos fantasmas
que se irán materializando conforme los días pasen y probablemente serán
sencillos y facilones, simples en su cumplir y en su mera existencia (y estoy
casi segura que tampoco los cumpliré). Mientras tales propósitos se
materializan necesito adaptarme a la rutina post-navideña; a recordar cómo era
la vida antes del caos decembrino, porque curiosamente no lo recuerdo.
Veamos
qué nos depara la existencia el día de mañana.
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