"Después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida" (Mario Benedetti) |
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¿Cuántas tristes tardes antes que ésta soñamos con detener el tiempo? Pedirle una frágil tregua a la fugacidad de la vida, al instante supremo que determina el inicio de un cambio drástico. ¿Cuántas noches soñamos con inmortalizar un destello? Eternizarlo en la retina de esos ojos dolientes; en la mirada pérdida de la madre huérfana de hijo; en la tímida sonrisa detrás de esa fotografía donde aun se veía un atisbo de vida.
¿Cuántas veces hemos soñado con revivir a los muertos? Me gustaría que todo sucediera como no debería. Inventarme un mundo donde las cenizas se trasformen en vida; que devuelvan todo aquello que eran antes de ser polvo; antes de ser nada.
¿Cuántas veces hemos soñado con revivir a los muertos? Me gustaría que todo sucediera como no debería. Inventarme un mundo donde las cenizas se trasformen en vida; que devuelvan todo aquello que eran antes de ser polvo; antes de ser nada.
El mundo no cambiará mañana. La fotografía tampoco. Un instante eterno, una imagen perfecta, un instante supremo.
El tiempo se detuvo, allí está el ejemplo: en el hijo vivo antes de estar muerto, en la mirada de su madre llena esperanza, en la tibia sonrisa de ambos, en la cálida pintura de un hospital cansado. En ese brazo fuerte, capaz de sostener una frágil mano.
Queda el resplandor de una vida agotada, en esos pasajes de una historia que dio sus frutos, en la voz detrás de la llamada. Una vida imperfecta que sólo anhelaba más vida. Un fulgor repentino que soñaba con otras tardes —imposibles ahora— de reuniones familiares. Queda esa fotografía como testimonio del gladiador antes de su última pelea; de esa despedida momentánea antes de subir al escenario donde todas las miradas se posarían ante él. Un día antes de que todo cambiara. De que el mundo se rindiera a sus pies.
Queda el resplandor de una vida agotada, en esos pasajes de una historia que dio sus frutos, en la voz detrás de la llamada. Una vida imperfecta que sólo anhelaba más vida. Un fulgor repentino que soñaba con otras tardes —imposibles ahora— de reuniones familiares. Queda esa fotografía como testimonio del gladiador antes de su última pelea; de esa despedida momentánea antes de subir al escenario donde todas las miradas se posarían ante él. Un día antes de que todo cambiara. De que el mundo se rindiera a sus pies.
El luchador eterno. El combatiente valiente mira de frente al enemigo en la última batalla de esta guerra. Ese hombre era, es y seguirá siendo mi tío, un contendiente digno que se atrevió a luchar contra la muerte.
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