A finales de los 70's |
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Nadie les dijo nunca que llegarían lejos, que en la amalgama diversa de los días venideros encontraría la primavera anhelada en el otoño que vio nacer aquel joven matrimonio. Quizá han pasado los años pero no las risas; quizá los cuerpos han cambiado pero la complicidad aun se hace un huequillo entre la fantasía y la cotidianidad, porque en la vida hay crepúsculos que nunca cambiarán, que nos recordarán al pasado; paisaje infinito que se despliega ante la mirada del que mira despacio, como una película pasada, de ese antaño perezoso que se vivió en un suspiro.
Han sido muchos los años y el testimonio de ellos es eterno, tan viejo como la fotografía amarillenta en el álbum dañado por la humedad, donde la escenografía y la vestimenta nos recuerdan esa época en la que los sueños le rendían pleitesía a la realidad.
Han quedado atrás los pantalones de campana, las tardes de fútbol en el equipo local, aquellas caminatas por el viejo malecón de Mazatlán, la lectura cansada detrás de la fotonovela en turno, las noches de los discos de vinilo y las cámaras con negativos.
Hemos cambiado, pero en el fondo seguimos siendo los mismos, esa es la respuesta que me devuelve la carta enlazada con canciones olvidada en el librero de casa, en el teléfono repicando en la sala, en el mensaje de texto de aquel aparato electrónico ajeno a la época sepia de los años 70’s, donde el noviazgo no visualizaba un matrimonio sólido con tres peculiares hijos.
Esto es todo lo que somos, lo que hemos sido. Este matrimonio guarda dentro todo lo que soñamos, todo lo que vivimos; es el pilar que sobresale de la estructura, es el cimiento donde se fortalece la fragilidad de los tiempos, los días difíciles y la esperanza detrás de los días nublados.
Hoy que nadie dude de ellos, ni de su amor imperfecto; son mis padres, yo crecí con ellos.
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