Existen
poquísimas películas que me pegan fuerte. Me refiero a esas que hacen ponerte
de pie y aplaudir frente a la pantalla por 20 minutos como si los encargados de
su existencia estuvieran a tres metros de donde tú estás y pudieran oír tu histeria
absurda. Con Gravity me ha pasado eso. Y resulta curioso porque no me lo
esperaba para nada. Lo cierto es que, lo único que quería ese día, era sentarme
frente a la laptop y olvidarme un poquito de la gente en general. Ya sabía de
antemano que en esta película la ausencia de seres humanos era una constante… Y
resultó ser verdad, más allá de las voces y los cuerpos flotando existen sólo
dos personas que acaparan los 90 minutos del film: Sandra Bullock y George Clooney.
No
habrá spoilers, ¿para qué? No los necesito. (Y tampoco quiero extenderme
demasiado).
Yo
sé de cinematografía lo que mi abuela sabía de física cuántica: nada, así que
un film me gusta o no me gusta y hasta ahí. Meterme en la trayectoria de cada
actor, director y guionista jamás se me ha dado bien, ya ni hablar de tecnicismos,
y cosas por el estilo. Sin embargo, Gravity me gustó, y muchísimo. Quizá fue la
simpleza del guion, la ausencia casi total del trasfondo de los personajes, la
nula argumentación, o el hecho de que la vi justo después de interactuar con
más de una centena de seres humanos hambrientos y ruidosos siendo yo la persona
más asocial del mundo, lo que me llevó, no sólo a disfrutarla y sufrirla, sino
también a gozarla. Pasé los primeros 10 minutos del film con una tranquilidad acogedora,
y después fui arrastrada por 80 minutos más por un océano de incertidumbre y
vértigo que se apoderó de mí hasta el final y me acompañó en mi primer sueño
después del visionado.
Para
mí, la trama de Gravity brilla por su simpleza: la necesidad del ser humano de
sobrevivir ante la adversidad, de seguir adelante, de no darse por vencido aun
cuando nadamos contra la corriente. Juega con el instinto primigenio de luchar,
caer y renacer. La película se convierte en un sencillo e imponente homenaje a
la vida y su fragilidad, a la perseverancia de la raza humana, a la necesidad de
ir allá donde nadie ha explorado. Somos espectadores silenciosos de la flaqueza
y la fortaleza que invaden a la protagonista; primero de su cansancio y luego
de sus deseos más honestos de vivir, y nos identificamos con ella porque, muy
en el fondo, estamos familiarizados con ese torrente de emociones que la atacan
durante todo el trayecto… Porque no necesitamos estar en la Tierra para
recordar que somos humanos. Que siempre lo hemos sido y que siempre lo seremos.
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