23 nov 2009

Vamos a jugar en el patio de la abuela

Imagen de la mitad última del patio de la abuela.
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—Es un nativo —me dijo mi primo Carlos Alberto con la sabiduría de un niño de 7 años—. De esos que vivieron aquí antes de que llegaran los españoles. Un indio, pues.

—Parece un hueso de pollo —le respondí.

—Es un nativo.

Yo era un año mayor que él pero su voz sonó más convencida que la mía así que le creí. Guardamos unos minutos de silencio en honor al misterioso hombre que murió en aquel pedazo de tierra.

No supimos que decir, era asombroso, quizá el descubrimiento del siglo.

Un aborigen en el patio de la abuela. Justo allí donde se encontraba un palo de madera clavado. Donde tantas otras veces mi abuelo nos había dicho "no me escarben allí que es donde está enterrado el Tiburón" (un perro pastor alemán). Pero no importaba eso ahora, allí estaba el cuerpo de un indígena que tenía huesos de pollo o algo así. No sabíamos si sentirnos felices por el hallazgo o tristes por lo frustrado de nuestra misión principal la cual era escarbar hasta llegar a China. Ya saben, como en las caricaturas.

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En el patio de mi abuela existía la magia. Poderes sobrenaturales que se escondían casi instantáneamente cuando intentabas buscarlos. Fantasmas juguetones que movían lamparas en la noche. Gallinas trapecistas que dormían cerca del cielo. Una lancha verde y mohosa que nos llevó a recorrer el mundo y jamás tocó el mar. No lo necesitaba: la imaginación de un puñado de niños era más grande que el mismísimo océano pacifico.

Allí existieron maestros de edades menores que sus alumnos y los pizarrones era de ladrillo y cemento. El conocimiento tomaba forma por medio de gises negros que los adultos llaman 'carbón'. Había clubs creados por nosotros mismos que abrían de 9 a.m a 5 p.m y sólo en vacaciones. Fogatas que se extinguieron antes de existir. Historias de terror que nunca fueron contadas de principio a fin por que el miedo siempre llegaba antes.

Allí, en ese lugar, México ganó el Mundial en seis ocasiones y sólo teníamos una portería de fierro ruidosa y de color azul que mi abuela insitía que se llamaba "zaguán", nosotros no entendíamos como podían ponerle un nombre tan raro a una portería. El fútbol era mixto y había igualdad entre hombres y mujeres. ¿Nuestro arbitro? Un señor grande y gruñón de 70 años al que llamábamos “abuelo” y que tuvo la mala idea de construir su habitación justo enseguida de 'nuestro estadio'. Nos daba dinero por tal de que nos calláramos.

Ahora que lo pienso... ¿eso no era un soborno?.

El árbol de mango, el más grande de aquel patio, guarda los cimientos de una civilización que soñó con llegar a las estrellas. Nuestra Torre de Babel. Cinco escalones de color café pegadas a su tronco son testigos en silencio de una casa de madera que nunca fue. Desde que aquel proyecto se destruyó jamás nos volvimos a entender, comprendimos que ya habíamos crecido demasiado. De sus brazos colgaron gruesas cuerdas que sostenían llantas convertidas en columpios improvisados hechos con mano barata infantil y herramientas robadas del cuarto del abuelo. Un secreto: al girar el columpio sobre su propio eje, podías viajar en el tiempo.

Fue el mejor salón de fiestas que un niño pudo tener. Navidad era mejor allí que en cualquier otro lugar del mundo. Se hacían explotar lo mismo globos que fuegos artificiales. Allí tuvimos las mejores piscinadas en una casa sin piscina. Existía un pozo de agua que nunca tuvo agua y que siempre estaba tapado. Inspiró tantas leyendas urbanas entre las mentes infantiles que es imposible describirlas todas, pero con un poco de suerte quizá podías encontrar lingotes de oro que eran añorados por muchos y maldecidos por otros.

Allí mismo declaramos la guerra en contra de los peores enemigos que alguien podía imaginarse, los mismo con los que horas más tardes compartíamos el mismo sillón y la misma mesa. Guerras mundiales que dejaban de serlo cuando alguien gritaba "¡Ya van ha empezar los Power Ranger!". Las bajas eran mínimas, o más bien, no existían. No había ningún conflicto armado que no pudiera resolverse con unas frituras compradas en la tienda de don Daniel. La batalla más épica que tuvimos fue aquella donde dos valientes bandos lucharon a todo o nada en una guerra sin cuartel cuyas únicas municiones eran globos de agua. Allí descubrimos que las jabas de colores que se usaban para poner la basura eran mejores que cualquier bloque de Legos ya que creaban fortalezas indestructibles.

Era el lugar perfecto para huir del aburrido y complicado mundo de los mayores.

Tengo años que no pongo un pie en ese patio. Paso por allí, lo veo, tan solo, tan falto de vida, tan silencioso y frío. Sin imaginación, sin risitas de complicidad, sin columpios en los árboles, sin balones de fútbol y sin estadios. Ya no hay magia allí, ni fantasmas, ni gallinas voladoras. Quedan los árboles con sus raíces y el cementerio con sus huesos, pero es como si la vida ya no estuviera allí. Le falta el calor de las voces infantiles, las guerras y las fiestas.

Quizá algún día vuelva a pararme por allí, contemplar todo lo bueno que se vivió, soñar con que otros gozarán de lo que yo viví. Con suerte, quizá, puedan sentir un poco del pedacito de humanidad que hace muchos años un puñado de niños le dibujaron en el espacio y en el tiempo para que se quedara de recuerdo en la eternidad.

2 comentarios:

  1. Que nostalgia!!!... la verdad que el patio de mi abuela era mi tesoro más grande, ¿cuántas historias no nos inventabamos?... cuantos accidentes XD no tuvimos?... pero sobre todo los buenos momentos, las fiestas, las risas, los sustos!! jajaja esas pruebas de valor :P

    Genial escrito, bien dicen q vivir es recordad, pero cuando el recuerdo es muy entrañable... una q otra lágrima se escapa.

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  2. T_T El patio de mi abuela era el paraíso. Curiosamente era el patio de MI ABUELA y no de MIS ABUELOS (¡toma esa don Nico!) XDD, pero ella era la que se llevaba allí :p

    Un montón de cosas bonitas pasaron allí, imposible recordarlas todas, pero las navidades y las fiestas eran geniales...y luego el recalentado del 1° de enero XDD, un pretexto para otra fiesta.

    Ojalá algún día podamos volver allí.

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