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Linda, Hiriam, Carolina e Hilse Diciembre de 1995, Escuinapa, Sinaloa. |
Nota de la autora: Este relato comenzó a ser escrito en agosto del 2017, para en un futuro ser publicado en el libro regional Memoria Escuinapense Volumen II, el cual aún no ha salido a la venta. Este es el relato íntegro, sin ediciones ni modificaciones y puede variar un poco del que algún día se publicará en papel.
A la memoria de la abuela Librada y el tío Kiki.
Para Dianey Julieta y Santiago, mis sobrinitos.
Iba a ser La Fiesta del Siglo. Ya lo había dicho la nieta más grandecita de doña Luz, la de la Gabriel Leyva, hija de la maestra Marichu. Con cuatro piñatas, dos pasteles, ceviche de camarón-pero-del-grande, tamales barbones, paletas heladas, música en vivo, bolsas de dulces caros y cerveza, aunque especificó con contundencia que la cerveza no era para los niños, y probablemente el ceviche de camarón tampoco.
Las fiestas monumentales que hacían los Polanco en el enorme patio de su casa ubicada en la calle Centenario rara vez iban acompañadas de una invitación. Siempre eran de boca en boca y podía entrar todos los habitantes de las calles circundantes y allegados. A veces —y sólo a veces— llegaba también algún cabecilla importante de la Presidencia o un político local con falso acento de forastero y ansias de subir de puesto a nivel nacional embadurnándose del pueblo llano. La niña arribó a la casa de mi abuela asoleada, con la cara roja, una sonrisa sincera y el flequillo pegado a la frente por culpa del sudor del esfuerzo. Me pareció que así debían de verse los Chasquis, aquellos míticos jóvenes corredores indígenas que se lanzaban con pie descalzo a llevar una noticia en los tiempos dorados del Imperio Inca durante la época prehispánica; esa de la que tanto se hablaba en el Atlas de las Américas del difunto tío Mario, que se agazapaba en el librero podrido por las termitas que no mucho tiempo atrás había conocido mejores días. Su semblante alegre era el de alguien que había corrido un maratón de 100 kilómetros para llevar la buena nueva a los residentes de un pueblo antiguo golpeado por la sequía. Pero el Escuinapa de aquel entonces era uno de esos pueblos grandes donde no escaseaba el agua y las señoras mayores todavía regaban la banqueta con enormes cubetones como quien tiene asegurada la salud y la vida por varias décadas más. Ciertas calles principales eran de terracería y los taxistas maldecían muy por lo bajito cuando su coche treintañero era golpeado por las piedras sueltas que botaban en el camino. Era aún el Escuinapa de pescadores, albañiles, jornaleros y conductores de camiones pesados que se reunían los sábados y los domingos en la primera cantina que sus ojos veían para hablar de sueldos miserables y lo frío que les sabía el almuerzo en el trabajo los lunes al mediodía.
—Mañana, a las cinco de la tarde. Va a hacer de disfraces— balbuceó con la voz entrecortada por el aire y remató:—El que no lleve disfraz… no entra.
La niña siguió su camino rumbo al sur, a pregonar la invitación a todo el barrio sin esperar respuesta nuestra. Daba por sentado que iríamos. Siempre íbamos.
‘La Polancada’ se ha caracterizado hasta nuestros días por portar el apellido con el orgullo y el sudor de los que les antecedieron. Todavía se van en manada a las Fiestas del Mar de Las Cabras —como los de La Mecha Ardiendo— y portan playeras de colores vistosos con la estampa de la festividad en turno y el nombre sobresaliendo de los pecho gozosos de pertenecer a su estirpe. Otras familias de Escuinapa han intentado emular aquel acto filial y llevarlo al extremo, pero no les queda el saco ni el endiosamiento. Eso ya es cuestión de la genética del apellido, no de modas contemporáneas-postmodernas. Ante mis pequeños ojos, Doña Cheba era la soberana de aquel icónico castillo ubicado a un costado del antiguo Hospital General. Era la Mamá Grande de la que hablaba García Márquez en sus historias. Tan anciana y antigua como el empedrado que se comprimía bajo el asfalto barato de la calle. Su casa y ella eran una joya en bruto, perfecta en su simplicidad, en sus defectos y en sus arrugas. Monarca eterna de estatura delicada y diminuta a la que los niños más pequeños veíamos hacía arriba con un respeto desmesurado por el simple de hecho de existir; de saber que los años se le habían pegado en la piel como cicatrices invisibles pero permanentes.
De todos los nietos de doña Librada Inda, aquellas tarde de diciembre, sólo estábamos seis para atestiguar la invitación. Juan Manuel y su hermano Carlos Alberto; Hiriam y su hermana Hilse; mi hermana Carolina y yo. Los niños mayores rondaban los 11 años y los más pequeños no debíamos pasar de los 7. Nos miramos entre nosotros mientras procesamos lo que la niña nos había dicho y el Canal 5 de Televisa solicitaba nuestra colaboración para buscar a niños extraviados del país por cuarta vez aquella tarde. El ambiente olía a el café barato del abuelo, quien siempre cenaba a esa hora, y a los menjurjes extraños que mi tío Kiki usaba para limpiar sus zapatos negros y toscos. Junto a esos olores penetrante, muy dentro de nosotros, empezaba a nacer una ferviente necesidad de asistir a La Fiesta del Siglo.
Estábamos resueltos a ir, aunque tuviéramos que mendigar los permisos de nuestras madres y planear en última instancia qué clase de disfraces utilizaríamos, pues no teníamos ninguno a nuestro alcance y comprar nuevos no era ni siquiera una opción. Apenas terminó la caricatura de las seis, el puñado de nietos ya nos habíamos arremolinado en la mesita de centro para planear uniformes y modelos; papeles personificados de aquellos héroes que seríamos. No la tuvimos fácil, los niños mayores discrepan de nuestras ideas más infantiles y los más pequeños tildamos de rancios a nuestros hermanos mayores. Más de una vez la abuela nos gritó que bajaramos la voz desde el otro extremo de la casa, más allá de la cocina. Y nosotros continuamos nuestra contienda desde lo bajito para no perturbar el baño frío de la abuela Librada y el sueño profundo del abuelo Nicolás, que roncaba plácido desde su dormitorio.
De La Fiesta del Siglo tengo que confesar, antes de relatar lo siguiente, que recuerdo muy poco; menos de lo que me gustaría. Tenía siete años y en aquel entonces el camino me resultaba más atractivo que el destino, además de que la mente de un niño es traicionera, al grado de que, cuando uno crece, tiende a no entender dónde está la frágil línea que divide la realidad de la imaginación. En cualquier caso, sé que desde que la invitación llegó hasta la hora de la fiesta hubo un lapso no superior a las 24 horas, así que más o menos entenderán ustedes que aquello fue un maratón de proporciones épicas. De hecho, nuestra planificación al lado de la mesita de centro continuó arduamente hasta llegar al comedor donde la abuela nos sirvió la cena y terminó a las nueve de la noche, cuando mi tío Juan y mi tía Angelina llegaron a recoger a mis dos primos. Juanito, estaba convencido de que quería ir de futbolista. No había mucha complicación en su pedido, pues desde temprana edad rodaba con una pelota entre los pies en los campos empolvados de Escuinapa. El fútbol era algo que ya lo tenía en sangre: su papá ya era en ese entonces —y hasta nuestros días— un veterano en el área deportiva de la localidad. Una pasión que seguramente heredará el pequeño Santiago, el próximo eslabón en la familia. Mi primo Carlos Alberto era harina de otro costal, un diminuto remolino de una edad muy cercana a la de Hilse y a la mía; de cabello lacio y castaño oscuro, carita redonda, mirada pícara y una labia vívida. Nunca dejó de debatirse entre ser el Power Ranger rojo o el ‘Cachuy’, un icónico personaje de la ciudad que solía pasar por el barrio al terminar el día. El ‘Cachuy’ era uno de esos borrachitos perpetuos que tanto imperan en los pueblos viejos y en la periferia de las grandes ciudades. Llevaba siempre en la mano una botella grande de cerveza que generalmente estaba vacía, y tenía suficiente alcohol en las venas como para no caer inconsciente ahí donde sus pies se tambaleaba y el equilibrio amenazaba con dar paso a la gravedad. Arrastraba los pies al caminar, llevaba ropa andrajosa que le quedaba grande, caminaba con paso errante al ras de las banquetas desniveladas y hablaba para sí mismo en lenguas muertas y extraños gestos que nosotros encontrábamos hipnotizantes. Nunca supimos de dónde venía ni hacia dónde iba, pero su peregrinar por el barrio solía ser rutinario en nuestra infancia; al grado de que, las noches que no pasaba, visualizamos escenarios trágicos y una congoja extraña nos oprimía el pecho mientras la vista se nos perdía más allá de la escuela Gutiérrez y el Hospital General.
—¿Y si lo mataron? —solté yo una noche oscura en el que el panorama se veía desolador.
Hilse y Carlos Alberto me miraron extrañados antes de volver la mirada al horizonte y estremecerse por dentro ante mi pregunta.
—No digas eso —me atajó Hilse con una voz queda y triste—. Nadie merece que lo maten. Ni siquiera por borrachito y apestoso.
—Yo sí iría a su funeral —confesó mi primo con una seguridad en su voz que muy pocos la hubieran creído cierta—. Nada más pa’ saber si tiene familia. Y pa’ saber dónde vivía y pa’ donde iba... Ah, y también iría por el panecito que dan los Villegas en los velorios de la gente muerta.
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Carolina, Hiriam, Linda e Hilse Navidad de 1988, Escuinapa, Sinaloa. |
Ahora que lo pienso, agradezco inmensamente que tanto Carlos Alberto como Juanito se hubieran ido a su casa después de aquel debate alrededor del comedor de la abuela. Porque justo cuando ellos salieron por la puerta aquello se convirtió en una comedia dramática infantil que se extendería hasta las 4:45 de la tarde del día siguiente; quince minutos antes de que La Fiesta del Siglo iniciara. El permiso de nuestros padres lo teníamos expedido desde el minuto uno porque eran los Polanco y a los Polanco no se les negaba ni el agua; además la temporada decembrina se prestaba para la ocasión. Eran días de relajo mañanero y visitas familiares con gustos de otros lados. Nosotras mismas no vivíamos aquí. Tanto mis primas, como mi hermana y yo, crecimos en pueblos pequeños de Angostura; teníamos un peculiar acento del norte de Sinaloa cantadito pero entrañable que mi tío Kiki siempre se obsesionaba en imitar para perpetuar la burla. Eramos algo peculiares para los niñas de esta ciudad porque estábamos acostumbradas a caminar descalzas por el cemento ardiente del mediodía o por los patios llenos piedras, y traíamos palabras raras que por aquí temían, pues no sabían a ciencia cierta si eran adulaciones o groserías. Cuando no andábamos nadando en las aguas del drenaje que rebosaba a la altura de la farmacia de la doctora Machado las tardes de lluvia, podían encontrarnos en el inmenso patio de la abuela, escalando los árboles de mango o el nanchi donde las gallinas dormían. Una que otra tarde buscábamos los legendarios lingotes de oro que el bisabuelo Tatino enterró en un lugar incógnito décadas atrás, y al día siguiente nos subíamos a la vieja lancha verde y mohosa que mi otro abuelo, el capitán Ramón Murúa, estacionó ahí un día para no moverla jamás. Siempre tenía agua atascada dentro de ella, y olía a mango putrefacto y estiércol de gallina; pero eran los tiempos previos al dengue, al zika, al chikungunya (y la madre que los parió a todos), por lo que era más viable enfermar de tétanos o fiebre tifoidea (y morir) que del virus de cualquier mosco que se alimentara de nuestra sangre. La enorme lancha —que para nosotros tenía más pinta de yate— aún poseía el timón y un viejo asiento de fibra de vidrio en la cabina que en sus años de gloria pudo ser de un marrón intenso pero ya en esos días le brotaba un color amarillento muy extraño y feo. Aquella lancha nos llevó a recorrer océanos sin zarpar jamás de ningún puerto. A veces Onofre y Áaron, mis primos de El Bonete, tomaban timón en mano con una boina marinera del tío Mario en la cabeza y cantaban a todo pulmón El siete mares con la misma gallardía que Jose Alfredo Jimenez aporreaba cada verso de sus canciones en la época dorada del cine mexicano. Ahí, en ese patio y con ese navío, redescubrimos América en el ‘96 y hundimos el Titanic (otra vez) en el ‘98. Poco antes de eso creímos cazar a Moby Dick una mañana de niebla con la ayuda de Watusi, el perro de mis abuelos, clavándole al cetáceo una lanza muy cerca de sus enormes costillas. Después nos dimos cuenta que aquella criatura imaginaria no era ni de cerca un leviatán, sino una enorme orca albina. Recordamos a Keiko, la ballena asesina que estaba en Reino Aventura, e imaginamos que quizá podrían ser parientes, por lo que nos dio mucha penita matarla pensando que andaba extraviada por aguas de Teacapán buscando a su familiar en cautiverio. Regresamos con ella a mar abierto, tres leguas más al sur y la dejamos libre, no sin antes darle instrucciones detalladas de cómo llegar a el Distrito Federal y advertirle que a Keiko pronto se la llevarían a un puerto acuático de Oregón. Que ya lo había anunciado Zabludovsky la semana pasada en el noticiero.
El primer conflicto que enfrentamos la noche previa a la fiesta tuvo que ver con los Power Rangers. Hilse y Carolina querían ser la Power Ranger rosa; Hiriam y yo, la amarilla. Pero no podíamos ir vestidas de lo mismo. Y no es que los organizadores del magno evento lo prohibieran, sino que era científicamente imposible que dos Rangers compartieran un mismo color y vivieran en armonía en el mismo espacio-tiempo. Al parecer Einstein había publicado algo al respecto a principios del siglo XX y nosotros a esa edad ya lo sabíamos. Pasamos media madrugada debatiendo los motivos y razones por las que merecíamos, una sobre la otra, ser ‘la rosa y la amarilla’, y recuerdo que nos gritamos cosas tan espantosas que no vale la pena ni siquiera traerlas a la memoria. Mi tía Mirna y mi mamá nos mandaron callar desde la habitación contigua alegando que, sin importar cuál fuera el veredicto final, ellas no pensaban ni hacernos, ni conseguirnos, ni mucho menos comprarnos, estrafalarios trajes como los que usaban nuestras heroínas favoritas. Así que la idea fue descartada por completo.
La mañana siguiente la situación no mejoró en lo absoluto. Incluso, enojadas como estábamos, Hiriam propuso ir “de nosotras mismas”, pero nos negamos. Lo cierto es que la idea tampoco estaba muy descabellada. La ropa de gala infantil del Sinaloa norteño de los 90’s —así fueras niño o niña— incluía camisa a cuadros de manga larga, chaleco con barbitas, pañuelo amarrado al cuello, cinto piteado y botas de cuero negro (si tenías dinero, también podías llevar un sombrero vaquero). El Día del Niño en las escuelas de Angostura parecía más un concurso para saber quién iba mejor de Alicia Villarreal o de Guadalupe Esparza que una fiesta para celebrar la infancia. De hecho, ahora que lo pienso, hubiera sido buena idea hacernos pasar por un cuarteto grupero de renombre y presentarnos ante el zaguán de los Polanco preguntando si esa era la casa donde nos habían contratado desde el mes pasado para amenizar una fiesta de cumpleaños fechada para esa tarde. Quizá entonces hubiéramos podido cobrar las regalías, hacernos millonarias y retirarnos jóvenes. Pero no, a esa edad teníamos imaginación pero tampoco teníamos tanta.
Mi mamá se pasó gran parte de la mañana hurgando entre los roperos del departamento para ver si en alguno de ellos había algo que pudiera usarse como disfraz. Yo la veía desde el marco de la puerta batiendo los pesados cajones de madera por donde salían infinidad de prendas viejas que al parecer ya no nos quedaban —y que yo no recordaba haber usado jamás— mientras ella me hablaba del traje negro que mi hermana había usado una noche de Halloween varios años atrás. Yo conocía perfectamente ese traje; ni siquiera necesitaba describirlo. Existía una fotografía en los álbumes de la familia donde aparecía Carolina con la vestimenta completa: zapatos ortopédicos casi cubiertos por la larga bata de satén oscuro que llevaba adornos plateados blancos de lunas, planetas y estrellas. En la mano izquierda sostenía entre sus dedos el icónico recolector de dulces anaranjado con la figura simulada de Jack-o'-lantern. El rostro de mi hermana estaba cubierto por una extraña máscara blanca de calabaza sonriente y en su cabeza portaba un sombrero de pico alto hecho a mano con papel cartulina y que hacía juego con el traje. Detrás de ella se levantaba un ramerio verde y frondoso que me resultaba ajeno por completo pues no parecía haberlo visto antes, cuando vivíamos allí. Todos esos elementos —junto con la iluminación que sólo la hora dorada del atardecer puede otorgar— le daba a aquella imagen un estilo gótico-espectral que a mi me provocaba escalofríos sólo de recordarla. Nunca pude reconocer a la pequeña de la foto como mi hermana, pues su rostro no se veía, y además, yo juraba que Carolina era más alta que aquella criatura. Varias veces en mi infancia me desperté aterrada en la madrugada pensando que la niña de la cara de calabaza aparecería a los pies de mi cama para robarme el alma. Así que, el sólo hecho de pensar que una de nosotras podía ir vestida con aquellos trapos malditos, me quitó las ganas de ir a cualquier fiesta, por muy del siglo que fuera.
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Mi hermana Carolina, con el traje maldito. |
Por eso convencí a mi mamá de que ya no existía tal disfraz. Le dije que quizá se lo había regalado a una vecina poco antes de mudarnos a La Reforma; o que el tiempo había carcomida la tela y tuvo que tirarlo a la basura una mañana de limpieza. Le comenté que quizá mi abuela lo había tomado por equivocación y cortado a lo largo para cubrir el espejo del baño durante una noche de tormenta. Pero creo que la idea que más le gustó fue cuando mencioné que “El Vaticano lo había confiscado”. Le dije que, el día que mi hermana hizo su Primera Comunión, había confesado abiertamente ante el sacerdote haber recolectado dulces junto con otros niños del barrio un 31 de octubre con tintes paganos donde ella se había vestido de brujita estrafalaria. Las palabras de mi hermana habían derivado en un auto de fe ante la Inquisición que tuvo lugar en la Plaza Corona, junto al kiosco, a un costado de la Iglesia de San Francisco de Asís, pero recalqué que Carolina quedó absuelta de inmediato porque era menor de edad, tenía asma y “se sabía el librito del Catecismo por los dos lados”. Para todo lo demás, le dije a mi mamá, no hubo salvación: el traje de satén había ardido durante los Juicios de Salem la noche horrenda en la que condenaron a las brujas; el gorro negro terminó formando parte de una piñata de siete picos la Navidad pasada y los dulces que había dentro de Jack-o'-lantern fueron regalados a la caridad de las masas. Creo que mi mamá apreció el esfuerzo desmedido de mi imaginación porque dejó de buscar el susodicho vestido.
Minutos después, al fondo de un compartimento del clóset que estaba en su habitación, encontró bien dobladito y guardado en una bolsa de plástico transparente, un traje sencillo y bonito de la Mujer Maravilla que mi hermana había utilizado para otra fiesta de disfraces tres años atrás. A mí se me iluminó el rostro de la emoción, pero mi sonrisa murió cuando mi mamá, sin reparo de por medio, me otorgó la invitación.
—¡Pruebatelo, Linda! —me dijo entusiasmada.
—¡Asco, no! —le solté mientras me alejaba tres pasos de ella como si el traje en cuestión fuera kriptonita en estado puro.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo?
—Ehm, ¿todo? —respondí yo con una pregunta que creía bastante obvia.
Vale, tenía siete, pero ya en aquel entonces los vestigios de una ansiedad generalizada empezaban a asomarse en mi cabeza y brotaban en situaciones como esas. La Mujer Maravilla estaba muy lejos de mi zona de confort. Todo lo que yo veía en esa bolsita era un calzón azul y un corpiño rojo con una estrella dorada en el pecho, así que ustedes me perdonarán la vida, pero yo no pensaba ir a rescatar al mundo vestida con paños menores mientras me ondeaba el cabello al viento. No me pudo convencer ni en ese momento ni después de comida, cuando nos fuimos a la casa de la abuela, donde mi tía Mirna y mi tío Kiki también estaban haciendo lo suyo por conseguir otros tres disfraces para nosotras por todo el barrio. Si yo no quería usar el traje de La Mujer Maravilla entonces mi prima Hilse lo usaría, a sabiendas de que, si no encontraba un traje para mi en menos de tres horas, no podría entrar a la fiesta ni vistiendome de carmelita descalza a última hora. Claro, siempre había un último recurso en el mundo de los disfraces: tomar papel de baño y enrollarse en él para ser una momia o conseguir una sábana blanca en desuso, hacerle dos agujeros a la altura de tus ojos y convertirte en fantasma; pero tales recursos era tan utilizado que seguramente más de una decena de niños se presentarían vestidos así y eso mataba un poco la originalidad de la fiesta. Hilse estaba emocionadisima con ir vestida de la hija de Hipólita, soberana regente de las amazonas. Pero la emoción se le cayó al suelo cuando mi tio Kiki entró triunfante con una capa de Batichica que le había prestado Vero, la hija de doña Pachita, la vecina de la tienda de enseguida. Y no es que a Hilse le gustara Batichica precisamente (vamos, ni a mi me gustaba Batichica) sino que se había enterado también que Gibrán —hijo de Vero y de la misma que edad que Hilse— asistiría a la fiesta vestido de Batman. En aquel entonces Hilse tenía una obsesión con Gibrán que era bastante obvia; bajaba la mirada cuando pasaba a su lado, los mofletes se le ponían rosados y sonreía tímidamente apenas cruzaban miradas de vez en cuando. Después suspiraba como dos minutos y se quedaba en trance otros tres antes de recobrar la compostura y pretender que el amor no había pasado jamás ni por sus ojos ni por sus pestañas.
Yo no tenía problemas con ser Batichica aunque sí me dio un poco de pena ver a Hilse tirada en el suelo pataleando hasta el cansancio mientras yo veía cómo a su breve historia de amor le caía encima una tragedia más grande que la de Romeo y Julieta. Pero yo no podía ser la Mujer Maravilla, la vestimenta me daba más muerte que vida. Batichica era más recatada en ese aspecto: pantalón y botas de cuero negro junto con una capa hasta la altura de los muslos que iba a juego con el traje y que también cubría la parte superior de la cara y toda la cabeza. Hubiera deseado una camisa de manga larga negra y un par de guantes del mismo color ya que andábamos en eso, pero no podía quejarme.
Sin embargo, a los dos únicos trajes que teníamos en ese momento les faltaban complementos. Al de la Mujer Maravilla había que remendar el short y coserle un tirante que amenazaba con reventar, y al de Batichica le faltaba por lo menos una pegatina con el logotipo de un murciélago para que supieran que era una heroína de comics y no un personaje de Lucha Libre. La abuela Librada se puso manos a la obra con la ropa de Hilse después de terminar de comer. El sonido mecánico de la antigua máquina de coser aún resuena en los recovecos más profundos de mi infancia como una armonía repetitiva pero agradable. Se escuchaba muy a menudo en aquella casa. Así recuerdo a la abuela muchas tardes, sentada, quietecita, con su pesada máquina, su entrañable amiga, remendando ropa vieja que ya no se fabricaba, con la mirada dividida entre los quehaceres inacabados del inmenso patio y aquello que cosía con sus prodigiosas manos. Desde ahí, desde una ventana sin protecciones ni vidrios, veía a las gallinas hambrientas; la hierbabuena que crecía en las jardineras; las diez cubetas llenas de agua apiladas en la terraza para que se calentaran al sol; los nanchis que caían desde los altos brazos del árbol hasta la tierra seca; las tortillas que había sacado a orear para dárselas al perro junto a otros desperdicios durante las comidas. Aquella fría tarde de otoño, Wuatusi dormía plácidamente a su lado arrullado por el sonido de la máquina, con la temblorina del moquillo canino casi en sincronía con el sonar del pesado aparato.
Mi abuela llamaba a ese lugar “el corredor”. Podias recorrerlo con cuatro zancadas de palmo a palmo y ni siquiera era lo suficientemente grande como para correr por él, pero a ella le gustaba llamarlo así. Siempre he creído que la abuela Librada soñaba con vivir en otra casa. En una amplia, de inmensos ventanales, habitaciones para invitados y con una enorme cocina de gabinetes grandes y vajillas finas. No era una persona ambiciosa y nunca aspiró sueños irreales dentro de su mente sencilla, pero muy dentro de mí sé que le hubiera gustado vivir otras realidades más optimistas. Cuando llegaba alguna visita inesperada lo único que podía ofrecerle, además de comida en abundancia, era un catre de jarcia que ubicaba por las noches en el corredor. Con dos cobertores de San Marcos y una cobija de lana no te daba tanto frío. Cuando no había invitados que ocuparan el lugar, el abuelo Nico ponía un costal de harina vacío para que Wuatusi se pudiera resguardar del frío y de la lluvia, y también para que cuidara toda el área de la casa que estaba expuesto al exterior, sin puertas ni rejas para protegerlo, pero el perro tenía el sueño tan pesado, que igual le hubieran vaciado toda la casa y él jamás se hubiera inmutado. Wuatusi vivió una década en la casa de los abuelos. Se lo regalaron cachorrito; tan pequeño y peludito que mi abuela juró hasta su último aliento que aquel baloncito de peluche era un Pastor Alemán de pelo corto. Siendo pequeño el moquillo golpeó su débil cuerpo y durante semanas la abuela intentó arrancarlo de las garras de la muerte con medicinas naturistas y medicamento para humanos. Resignada a que no se aliviaría, y viendo que el daño neurológico se estaba evidenciando a pasos agigantados, intentó envenenarlo para aliviar su sufrimiento. Eran tiempos ajenos a clínicas veterinarias o eutanasias meditadas. Sin embargo, Wuatusi no murió; poco a poco se recobró de aquella espantosa enfermedad y el único vestigio que le quedó fue una temblorina perpetua en todo el lado izquierdo que jamás cesó y que yo encontraba terapéutica. Nunca supimos exactamente qué pasó con él. Una tarde de verano partió rumbo al Este con su temblorina a cuestas y su cola ondeando al viento, y desde aquel día jamás lo volvimos a ver. Mi abuela lo esperó todas las tardes durante un mes sentada en su silla de mimbre negro, con el crucigramas en una mano, una pluma en la otra y con la mirada perdida por el camino que tomó Wuatusi el día que se fue. Pero él no regresó; ni ese mes ni el siguiente. Cuando la abuela se resignó a que nunca volvería, le lloró tres días con sus noches y después encendió una veladora en el pequeño altar a la Virgen de Guadalupe que tenía en el cuarto del abuelo Nico para pedir por el eterno descanso de su entrañable compañero.
Cuando la abuela terminó de coser miró satisfecha su trabajo y le pidió a Hilse ponerse el traje para comprobar el resultado. Para ese momento mi tío Kiki había salido a todo prisa en su vieja bicicleta para buscar lo que aún hacía falta: una calcomanía de Batman, papel metálico amarillo para los detalles de las botas de la Mujer Maravilla y algo más de materiales para hacer la tiara. Regresó varios minutos después, cerca de las cuatro de la tarde, para encontrarse con una irritación creciente en Hiriam y Carolina, pues eran las únicas de las cuatro que aún no tenían ni siquiera una máscara para disfraz. Faltaba hora y media para el inicio de la fiesta y la ansiedad ya les empezaba a carcomer la paciencia. Para ese entonces la abuela había entrado en un trance de risa sorda porque no asimilaba el drama de sus nietas, y mi mamá y mi tía Mirna les daban la idea del papel de baño e ir vestidas de momias para dejar el disgusto a un lado. Mi tío Kiki entró mentando de madres a la casa y aventó la bicicleta al corredor, tal y como lo hacía cuando el tiempo apremiaba y él era el que tenía que arreglar los problemas del mundo con sus habilidades ingeniosas. El tío Kiki, hijo menor de mis abuelos, siempre fue una persona voluble y de carácter fuerte; burlesco a su modo y necio en su proceder. Decía dos groserías por cada tres frases que salían de su boca y más de una vez a la semana reñía con mi abuelo o mi tía Marta, su hermana, sobre cosas tan triviales que se podían arreglan con dos sencillos pasos; pero definitivamente no era una persona mala. Murió muy jóven, de SIDA, poco después de regresar de Tijuana con una tos tísica y extraña de la que jamás se recuperó. Fue, a su manera y a pesar de todos sus defectos, una de las personas más importantes en mi vida y aun recuerdo sus gestos, sus tics y las largas conversaciones que compartimos en la casa de la abuela acompañados de una comida riquísima hecha por él con esas anécdotas graciosas que siempre resultaban más agradables escucharlas a través de su boca.
Mi tío arregló las botas de Hilse e hizo su tiara en un santiamén, mientras nos contaba la odisea que pasó tratando de conseguir la calcomanía de un murciélago para mi disfraz. Dijo que se había pasado desde La Paviche hasta La Sultana y desde La Casa Nueva hasta toda papeleria y dulceria con la que se toparon sus ojos en el camino. Al regresar, Vero, la hija de doña Pachita, mencionó que por ahí le había sobrado una a ella y se la dió. Para cuando iban a dar casi las cinco de la tarde, Hiriam y Carolina estaban hechas un manojo de nervios. Sabían que el tiempo apremiaba y pasaron de un estado catatónico de estupefacción a una crisis nerviosa de miedo y agobio. Sudaban, temblaban, vociferaban con voz afónica diciendo que no habían puesto demasiado empeño en hacerse de un disfraz; que la invitación llegó demasiado tarde el día anterior; que a quién se le ocurría hacer una fiesta de disfraces en pleno diciembre; que quizá no había cabida para ellas en un cumpleaños así, cuando ya casi rozaban los doce años. Se convencían así mismas que quizá, ya en el umbral de la hora cumbre, eran demasiado mayorcitas para vestirse con disfraces de superhéroes y pretender romper piñatas en las fiestas infantiles del barrio. Al final les entró una resignación triste y amarga, y se sentaron en los sillones de la sala con un semblante sombrío diciéndole a la abuela —quien resolvía su sopa de letras con una media sonrisa pícara— que se quedarían con ella aquella tarde para hacerle compañía. Sintonizarían las caricaturas de la tarde y le ayudarían a darle maíz a las gallinas antes de dormir. Después sacarían las sillas tejidas a la banqueta y verían a los vecinos pasar mientras esperaban la pipa del abuelo que tarde o temprano arribaría con el hambre en el estómago y unas ganas tremendas de descansar. Sin embargo, ninguna de ellas contaba con la sagacidad del tío Kiki, que apenas terminó de aplastarme la calcomanía de Batman en el pecho y ponerle la tiara a Hilse, ya se había puesto manos a las obras para hacer el gesto caritativo del día.
—Irán vestidas de la abuela Librada —les dijo a las dos mientras pasaba del área del comedor a la sala y de ahí a la habitación que siempre compartió con la abuela.
Batichica y la Mujer Maravilla lo seguimos por instinto, anonadadas, y al poco tiempo Hiriam y Carolina hicieron lo mismo. Le vimos batir a toda prisa el viejo ropero que la abuela Librada utilizaba para su ropa, mientras maldecía por lo bajito como solía hacerlo cuando no encontraba lo que buscaba y el tiempo apremiaba. El ropero de la abuela era grande, de madera oscura, desbordado de ropa con telas extrañas y vestidos sencillos del mismo corte hechos a la medida. El tío Kiki sacó y metió prendas de cajón en cajón hasta que encontró lo que quería: dos viejos vestidos que la abuela no utilizaba desde hace años, y mandó a mi hermana y a mi prima a que se los probaran de inmediato.
—Ustedes dos —nos dijo a las heroínas de tiaras, corpiño, capa y máscara que le mirábamos expectantes— vayan a la tienda de Don Daniel y diganle que les venda cuatro bombas del color que sea.
—¿Pero para qué? —preguntamos al unísono.
—¡Ustedes vayan! —nos gruñó mientras nos daba una moneda para la misión.
Le obedecimos, ¿qué más podíamos hacer? Ya pasaban de las cinco de la tarde y no había lugar para cuestionamientos absurdos. Para cuando regresamos, Hiriam y Carolina estaban vestidas, pero más planas que una tabla. Le faltaba voluminosidad a los trajes, y para eso eran los cuatro globos. Para ese entonces el tío Kiki ya las había embadurnado con el talco Myrurgia que la abuela usaba después de bañarse y el agua de colonia para las ocasiones especiales. Olián a seres antiguos; a ancianas viejas carcomidas por la edad, pero la vitalidad del rostro las delataba. Habían pasado de la desolación más profunda al más sublime de las satisfacciones. Dos globos en el pecho y dos más en el trasero le dieron profundidad al personaje de la abuela Librada, transmutada ahora en niñas aún jóvenes que se negaban a crecer. Un poco de talco más en el pelo para las canas y su vestimenta estaba casi lista. Dos pares viejos de zapatos de tela oscuros completaban los conjuntos. Estaban anchos debido a los juanetes que la abuela tenía en los costados de sus pies y las niñas tuvieron que rellenarlo con papel de baño para que nos se les salieran al caminar pero eran perfectos para la ocasión. Para ir acordes con la modernidad decidieron buscar en los cajones del viejo trinchador del comedor, donde la abuela guardaba varios conjuntos de vajillas hermosas que esperaba usar en ocasiones especiales que nunca llegaron. Los cuatro cajones del robusto mueble contenían una parafernalia variada de cosas: cartillas de vacunaciones, actas de nacimiento, cordones umbilicales de nietos que ella cuidó en sus primeros días, lápices y plumas sin tinta, recibos de agua y luz, cajas de medicinas caducas, y antiguos armazones y lentes que ya no utilizaban. Aquella vitrina olía perpetuamente a humedad y a Mejoralito, y de vez en cuando la abríamos únicamente para embriagarnos con su olor. Mi prima y mi hermana tomaron dos viejos pares de lentes de sol y su disfraz quedó completo.
Poco antes de emprender nuestro camino a la fiesta, alguien, no recuerdo quién, nos tomó la foto que acompaña este relato. Felices y contentas, heroínas y ancianas, estábamos dispuestas a salir ahí afuera y conquistar el mundo con nuestra gallardía y nuestra testarudez. De vez en cuando contemplo esa foto para recordar quiénes fuimos en el pasado: la levísima sonrisa mía conteniendo el aliento frente a una cámara fotográfica (porque muy en el fondo yo sabía que la compañera del Caballero de la Noche tenía cosas más importantes que hacer que sonreír), a mi lado estaba Hiriam, mi prima, con su traje de grabados extraños y las pantimedias rotas de la abuela cubriendo las piernas blancas; Carolina enseguida de ella, con su vestido floreado de color café cenizo y lentes negros, pretendiendo conquistar a cuanto anciano se cruzara por su camino; e Hilse recargada junto a ella, como la nieta que busca la protección de la nana, trajeada con esa ropa que yo me negué a vestir y que ella portaba con la felicidad como carta de presentación sincera. Fuimos inseparables siendo niña. Un cuarteto de pequeñas criaturas inquietas que conocían todos los recovecos de los pueblos donde crecieron y que cargaban en sus diminutos brazos las cicatrices de aventuras vividas entre las ramas de los árboles y las bardas que atestiguaban nuestro caminar.
La Fiesta del Siglo fue una fiesta típica de los Polanco de palmo a palmo. La entrada al enorme patio nos recibía con un par de globos de helio sostenidos con unas cuerdas amarradas a unos ladrillos quebrados, y varas metálicas en forma de arcos desplegaban bombas multicolores y serpentinas a lo largo de todo el jardín. La decoración se dividía entre la temática de cumpleños y la de Navidad con una pasmosa facilidad y se mezclaba con el ambiente de una manera sumamente natural. El lugar estaba repleto de mesas y sillas de plástico acomodadas en forma de rectángulo, de tal manera que el centro quedaba vacío, dispuesto a servir como pista de baile improvisada. Olía a tierra mojada, a cerveza y al perfume caro de los invitados. Sobre los manteles blancos reposaban, como alimento para las aves, diversos platos de botana, ceviche, frituras y cacahuates junto con botellas de alcohol y refresco que eran devorados sin reparo por los comensales. Cuando arribamos a la celebración, el lugar estaba casi lleno y una multitud de niños disfrazados ya correteaban entre los arbustos del lugar con esa cotidianidad que les otorgaba la infancia. Causó bastante sensación los disfraces de Hiriam y Carolina, pues no había nadie entre las decenas de pequeños ataviados con trajes variopintos, que fuera vestido remotamente igual a ellas. Rápidamente las reconocieron como las nietas de doña Librada y los ojos risueños que brillaron detrás de aquellos lentes oscuros agradecieron en silencio las locas ideas del tío Kiki, quien tarde o temprano arribaría a la fiesta para amenizar con esas historias que siempre se traía a cuestas. También hubo espacio para villancicos clásicos en medio del repertorio en vivo de un grupo musical que tocaba las canciones de Los Ángeles Azules y de Los Johnny Jets dos tonos más arriba de lo normal, y hasta una obra de teatro organizada por Eliazar nos partió de la risa un par de horas después de nuestra llegada. Hubo tres piñatas, búsqueda del tesoro, juegos grupales, concursos musicales, dulces caros y pasteles enormes.
Tal y como lo pensamos, había varios niños disfrazados de fantasmas de sábanas blancas y momias de papel de rollo que nadaban como almas en pena en medio de un cementerio que rebosaba demasiada vida para sus desgracias. Un par de vampiros de dentaduras de plástico —que ni siquiera se inmutaron con la luz del sol— jugaban con canicas cerca del mango, mientras otro puñado de brujas barajaban unas cartas de la lotería mexicana al ras de una montaña de arena. Un niño vestido del Chapulín Colorado aporreaba su chipote chillón en el tronco de un árbol muerto y el Chavo del 8 se escondía cabizbajo en un oxidado tambo de basura muy cerca del zaguán. Superman intentaba arrancar un papalote de los brazos de un árbol de limón y una pequeña payasa arrojaba piedras a un charco que se negaba a desaparecer. Había otros tres Batman además de Gibrán y dos Mujer Maravilla además de Hilse. Una Batichica como yo canturreaba una canción de Cri-Cri cerca de las mesas de los adultos, pero su traje era más bonito que el mío y su capa de un material aún más brillante. Otra niña se hubiera sentido mal de saber que tenía competencia en aquel escenario de talentos, pero yo no, de hecho, puede respirar tranquila cuando me di cuenta de que las vistas se fijarían más en ella que en mí, lo cual siempre resultaba agradable. Después llegaron más pequeños y más adultos; niños disfrazados de seres innombrables y personajes bíblicos que habían confundido la celebración con una pastorela escolar o con una de esas posadas tan típica que también hacían los Polanco para esas mismas fechas. Una niña morena de larga cabellera negra con un traje violeta de lentejuelas brillaba con la misma galantería con la que Selena Quintanilla rindió al público a sus pies desde el primer éxito que cosechó en sus manos en suelo estadounidense. Apenas en marzo de ese año la reina del Tex-mex había sido asesinada en Corpus Christi por la presidenta de su club de fans en un crimen que jamás terminó de aterrizar en nuestras pequeñas mentes a una edad tan inocente. Cerca de dos años después de esa fiesta de disfraces haríamos largas filas —entre lágrimas saladas y lonches escondidos en nuestras mochilas como si estuviéramos traficando con droga— en la ancha banqueda del mítico Cinema I.Q. para ver la adaptación filmográfica de su vida llevada a la pantalla grande.
Eran otros tiempos, éramos otros niños, eran otros aires. La fiesta comenzó y terminó oficialmente, y continuó incluso hasta el día siguiente. Aun trato de recordar de quién fue el cumpleaños y si existe más de alguna fotografía del evento además de aquella que nos tomaron al lado del pino navideño en la casa de los abuelos. Me llegan fragmentos fugaces de esos días de sosiego y alegría, cuando la Navidad se respiraba distinta y la vida se sentía más sencilla. Todavía evoco con nostalgia nuestras aventuras inverosímiles y una punzada de melancolía me golpea el corazón como un puño que me acompaña hasta el anochecer. No fue una época fácil, pero nosotros, siendo niñas, no lo sabíamos. Poco tiempo atrás la sangre de un candidato a la presidencia había bañado las barriadas pobres de Tijuana, y México había guardado un luto extraño que fue más visible en el pueblo que en la política. La crisis económica que golpeó la nación durante el error de diciembre en 1994 marcaría un punto imborrable en la memoria colectiva del país y forjaría los cimientos de las décadas que vendrían después de aquella tragedia. Pero nosotros, siendo tan pequeños, no lo sabíamos. Nuestras crisis eran otra y nuestros problemas más sencillos. Sólo queríamos ir a fiestas del siglo cuando aún no sabíamos ni lo que era una fiesta ni lo que era un siglo. Queríamos golpear piñatas de cántaros hasta que las manos nos temblaran con el dolor sordo del esfuerzo. Habríamos volado cometas en la escuela Gutiérrez o en la primaria de El Llano, en la vieja Angostura, desde el amanecer y hasta el ocaso. Y con gusto hubiéramos pasado las tardes de vacaciones sentados en la sala de los abuelos con unas frituras y un helado de Kool-Aid fiados de la tienda de Don Daniel. Éramos niños inocentes, que se morían por ser los primeros en elegir las cucharas torcidas de la abuela o el mango más grande de los que caían en el jardín. Pequeños diablillos que corrían a la habitación del abuelo Nicolás, cerraban la pequeña ventana azul y se posicionaban en la cama alta de tres colchones o en el enorme baúl del difunto tío Mario para encender la vieja televisión en blanco y negro y conectar el Super Nintendo que nos prestaban los hijos de la maestra Rosa Grave de vez en cuando. A veces añoro aquellos días de ruido y aventuras, donde la imaginación era tan palpable como la realidad, y donde detalles ahora importantes carecían de un mayor significado del que le pretendiamos dar. Aun paso por la casa de los Polanco, sin doña Cheba formando parte del paisaje, con un color distinto y un zaguán que luce diferente al que conocí siendo apenas una niña, pero los sentimientos siguen siendo los mismos; tan certeros y precisos, tan arraigados en mi mente como en la de mis primos y mi hermana. Negándose a morir a pesar de los años transcurridos; a pesar de que el Escuinapa de estos tiempos modernos, de motocicletas y plazuelas nuevas, es tan diferente al de nuestra infancia.
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Navidad de 1993, La Reforma, Angostura, Sinaloa. |