Cementerio Benito Juárez, Escuinapa de Hidalgo, Sinaloa, México. Pueden ver la imagen en mayor tamaño AQUÍ. |
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Puedo durar horas enteras mirando la fotografía de aquel anciano. Vislumbrar en el blanco y negro la cadencia del andar que llevaba segundos antes de sentarse en aquella tumba blanca a contemplar el dolor y la incertidumbre en su máxima expresión, el vació que dejó aquel ser humano que se le murió así, nada más, como si no supiera que nos deja un mundo cada vez más mundano y agonizante.
El anciano no me conoce y yo no lo conozco a él, pero ese día las lágrimas le caían por el rostro y se traducían en palabras nunca dichas, en tiempos mejores donde la vida le miraba de una manera más generosa. Yo no sé a quién perdió, pero por el tiempo que duró allí, contemplando la nada, me atrevo a pensar que le quería mucho. Lo suficiente como para quedarse lo más quieto posible tratando de recordar en ese pasado borroso momentos cumbres y llenos alegría.
Los cementerios tiene un olor a muerte, y para ser sincera la muerte no tiene un olor tan feo. También puedo durar horas mirando un cementerio, recorriendo sus lápidas, visitando a sus muertos, leyendo las placas de aquellos que nos dejaron hace tiempo. Veo pedazos de sus vidas, allí, entre tumbas encimadas y pasillos sobrepoblados, veo la belleza más sublime en eso. La melancolía que emana de ellas, como queriéndose escapar y vivir de nuevo, perderse entre las calles donde crecieron, donde vivieron, donde tuvieron las experiencias que inevitablemente los llevaron a la tierra donde habitan los cuerpos sin alma.
Veo algo de poesía en esos lugares, entre palabras escritas a golpe, algunas grabadas en mármol, otras más con pintura barata. Veo arte en esa forma tan peculiar en la que tendemos a inmortalizar lo que hace tiempo se fue. De recordar la fragilidad de las vidas de aquellos que nos antecedieron, a los que muchas veces ni siquiera guardamos en la memoria.
El anciano llora y dice por lo bajo algo que yo no puedo entender. Una austera cruz de madera guarda la inmortalidad que pretende guardar para el alma que se fue. El sol estaba implacable ese día pero para mí sólo existía el blanco, el negro, el anciano, la tumba y yo. Había una burbuja que envolvía el instante y el segundo en que accioné el flash y tomé la imagen. Momento imperceptible para él y eternizado para mi, para guardarlo en mi memoria, para recordarlo cuando necesite hacerlo y ver entre pixeles la cotidianidad de un cementerio.
Yo seguí mi camino, donde mi mamá limpiaba la tumba de mi abuela, el anciano se quedó allí, sentado, con su sombrero, su bastón, su pañuelo, su tumba, sus lágrimas y su tristeza.
Exelente mente mujer! Saludos desde chile ...
ResponderEliminarMi muy estimada Linda. Ojala puedas mandarme esa foto y el texto para publicarlos en la sección "Mandarriazos escuinapenses" de El sol de Mazatlán. Tu amigo Ramón Eduardo Guevara.
ResponderEliminar.··.¸¸.·´¯) Helvete! .··. ¡Gracias por tu comentario! Te regreso otro saludo pero ahora desde México :)
ResponderEliminarSeñor Guevara, he mandado el artículo a su correo electrónico. Tiene la libertad de usarlo y para mi sería un tremendo honor verlo publicado :)
¡Un saludo!
Excelente. saludos :)
ResponderEliminar¡ Muchas gracias Oscar! :)
ResponderEliminarGuerita; Excelente historia, me uno a la serie de comentarios ya recibidos, tienes talento para escribir te felicito, tu ya sabes quien soy.
ResponderEliminar¡Gracias señor Anónimo! Ya sé quién es, sólo hay una persona sobre la faz de la tierra que me llama "Guerita" *__*.
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