—Fue la Navidad más rancia
que he vivido en mucho tiempo —se quejó un cliente hoy en el trabajo—, dame la
rebanada de pizza mexicana más grande que tengas para amortiguar la pena.
Le miré con gesto
taciturno, con una mirada que iba entre la comprensión y el qué me importa.
Me
moría por decirle que se había equivocado; que diera la media vuelta, se
subiera a su auto mal estacionado y fuera a desahogar sus penas en la barra del
bar más triste de la ciudad, pero no lo hice, en parte por mi asocialidad y mi
timidez y por otra, el hombre, más que congoja y decepción tenía hambre. Mucha
hambre.
—Dame otra rebana, hija,
por favor. Y un vasito de Coca.
—Es Pepsi —le corregí.
—Es lo mismo, ¿no? Sabe
igual.
En un universo alterno
probablemente le hubiera estampado el vasito de Pepsi en la cara, pero en éste
sólo le sonreí como si fumara con él una pipa de la paz que nunca me ofreció. A
los minutos el hombre se fue y pago (no en ese orden). Muy en el fondo ambos sabíamos
que compartíamos la misma pena.
Cuando trabajaba en el
expendio cervecero de la empresa Pacífico la pregunta que escuchaba con
frecuencia era “¿Cuál cerveza es la más buena?”, en muchas ocasiones respondía
con honestidad “No lo sé, yo no tomo” y los clientes me miraban inquietos; con
una incredulidad tan falsa enmarcada en la cara que siempre me resultó molesta.
Otras tantas abusaba de mi maldad y les decía que la más buena era la que tenía
el precio más alto. Muchos caían redonditos en la mentira, $600 más para la
empresa y ningún remordimiento de conciencia. “Si me estoy desvelando hasta las
dos de la madrugada para vender alcohol a estas personas hagamos que el pecado
valga la pena” pensaba.
Las navidades que no saben
a navidades tienen un sabor amargo. No es que sean navidades tristes, llenas de
congoja y nostalgia sino sencillamente el caprichoso espíritu de la Navidad
jamás se hace presente. Se ausenta junto con los Santa Claus caucásicos, la
neblina matutina, los villancicos de Tatiana y los cuentos de Dickens; y
francamente no me molesta ¿saben? hasta cierto punto todo adquiere un color
distinto cuando trabajas y puedes obtener una que otra quincena lo que antes
sólo podías obtener en Navidad. Miro mis libros nuevos y suspiro cuando los veos.
Ya me he leído dos en lo que va del 2013 y apenas estamos a 3 de enero. Mi
calzado y mi ropa nueva. Mi teléfono celular. El boleto para el concierto de
The Killers. Los huesos de carnaza de Umi. La arena de Maru. Las croquetas de
ambos. Las salchichas de ella. El jamón de él. Las latas de comida animal que
se apilan en la sala. Etcétera. Ahí van mis quincenas y mis navidades. No tengo
hijos pero con este par de locos preciosos es como si los tuviera. Y no me
quejo, ¿cómo podría quejarme? Tampoco me quejo de las navidades rancias como
las del 2012; tuve lo mejor que pude tener: a mi familia reunida en Noche Buena y
Noche Vieja; pasamos risas y buenos momentos (aun con mi gatito atropellado) y
jamás podría renegar de eso. Fue una buena Navidad; una Navidad primaveral,
calurosa y polvorienta, como el pinito sucio que pide a gritos ser desmontado
después de pasar tanta vergüenza. “Los reyes de oriente vienen el 6 de enero,
Linda; quítame antes de que me vean todo cochambroso. Qué horror.” me susurra
desde la esquina. Yo lo ignoro.
Éste año pasaré del cliché
de hacer esa lista de deseos que al final sólo termina siendo eso: una lista de
deseos. Una lista de todo aquello que soñamos con cumplir pero para febrero ya
hemos desistido de la mitad de sus propósitos. Serán propósitos silenciosos,
apenas visibles o mencionables. Quizá una leve mención en Twitter. En tweets
que se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia: Actualizaré el blog mínimamente
una vez a la semana; comeré sanamente; contaré las estrellas; apreciaré un
atardecer; leeré más libros, iré más al cine (y esto ya es mucho porque en mi
ciudad no hay cine). Cosas absurdas como esas. Ahorraré. Vale, no hago milagros
tampoco.
Así que mientras enero
decide avanzar yo decido volver a la rutina que tenía antes de la extraña Navidad;
antes de familiares de visitas y gatos atropellados. Mi habitación pide a
gritos una limpieza y Umi sueña con regresar a sus baños quincenales. Hagamos
que ambas cosas se hagan realidad. O por lo menos hay que intentarlo. :)
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