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Umi y Maru (enero del 2012). |
Me
golpeó por cuarta vez. Fue
un movimiento ninja, a la velocidad de la luz; duro y certero. De esos que no
ves venir ni en los cálculos matemáticos más optimistas. Le dirigí una mirada
asesina, una de esas que vierten toneladas de decepción y finísimo dolor en lo más
profundo del subconsciente humano.
—¡¿QUÉ.DEMONIOS.PASA.CONTIGO?!
—le gruñí entre dientes.
Se
lo dije así, con todos los signos de exclamación, interrogación y puntos
intermedios permitidos en el mundo de la gramática; con todas las pausas
debidas y el silencio de suspenso entre cada palabra. Ésta vez sí lo encaré, le
miré de frente y le repetí la pregunta (¿de verdad creemos que las mascotas
algún día nos responderán en el mismo idioma?), pero Maru no me veía. Tenía la
mirada perdida en algún punto muerto entre mi frente y mi cabeza. Cuando me
giré para interrogarlo su carita se llenó de un inmenso asombro; sus pupilas se
dilataron a un más y su boquita se abrió como expresando un ¡Oh! silencioso.
—¿Qué?
—le pregunté con sequedad tocándome la frente con la mano, un poco preocupada
por su actitud—. ¿Tengo el número del anticristo tatuado en la frente o qué rollo?
—Estás
loco —sentencié cuando regresé a mi habitación.
Continué
con mi vida, él continuó con la suya y cuando menos lo pensé ¡UN QUINTO GOLPE! Apenas
me giré y lo tenía a mi lado, con la misma expresión de antes y una de las
patitas delanteras suspendida en el aíre, preparada para lanzar un sexto ataque
ninja.
—¡Deja
de hacerme bullying! ¡No tengo nada en la cabeza, mira! —agité todo mi cabello
y le ofrecí mi cabeza para que se percatara de que nada raro había en ella, con
la vana esperanza de que no me golpeara otra vez. Pero
ya no lo hizo. En lugar de eso su mirada parecía danzar siguiendo una misma
línea alrededor de la habitación y finalmente se ubicó en Umi, mi perrita. Maru
brincó de la cama y rápidamente se dirigió a ella... Y la golpeó. Tal y como lo
había hecho conmigo.
Tardé
otros 35 minutos en percatarme de que, aquello que lo entretenía, era un simple bobo, uno de esos insectos diminutos que se la pasan volando en círculos alrededor de focos, lámparas, personas o animales; como
lunas errantes de planetas distantes. Al final no supe cuántos golpes recibió
Umi pero cuando Maru se aburrió le dio media vuelta al mundo, se subió a mi
cama y se durmió.
.....................
A
veces me pregunto si mi gato sabrá que soy persona; que tengo sentimientos y que
voy por la vida pensando en el bienestar de la gente, dándole de comer a
animales que no son míos y construyendo mundos imaginarios en mi mente. Pero de
verdad dudo que lo entienda, y si lo entiende, aquello le resulta totalmente
indiferente. Incluso cursi y absurdo.
Miro
a Umi, lo miro a él y a veces los comparo (¡craso error!), sólo para descubrir
que son diferentes hasta en la sombra. La ternura de Umi, la soberbia de Maru. Los
ladridos de ella, los maullidos de él. Umi no ataca a los gatos y Maru quiere
jugar con todos los perros del vecindario. Tienen
complejos de animales que no son y no sé cómo decirle a ellos que las circunstancias los hizo distintos al resto. Un
día lo intenté, pero creo que fracasé. Más bien una noche. (Una madrugada, de hecho). Aun no lo tengo muy claro.
—Resulta
que a tus ancestros los domesticaron para que cazaran roedores —le dije con
sabiduría a Maru. —Y a tus ancestros para que ayudaran a los primeros hombres a
cazar en manadas a animales pesados y peligrosos —le mencioné a Umi.
Maru
dio un bostezo grande y aburrido. Se durmió. Umi me pidió un palito de carnaza. Mientras
abría el bote de los palitos, y teniendo toda la atención de mi perrita, seguí
contando la conclusión final mi cuento. O
fábula. O
lo que sea que aquello haya sido.
—El
premio que los gatos recibían era el animal mismo que cazaban, Umi. No había
necesidad de compartirlo. ¿Cazabas un ratón? Comías un ratón, ¿cazabas dos?
Comías dos, y así. Pero la cosa no acababa ahí, creo que los egipcios hasta les
daban leche. Y palacios. Y grandes edificaciones con estatuas de oro. Y salmón.
Y cosas bonitas como esas. Eran mejor que emperadores. Eran como dioses en
forma de felinos. Finos y suaves. Elegantes incluso para matar y para
exterminar plagas.
Le
di a elegir a Umi entre un palito de pollo o uno de res. Escogió el de res y
comenzó a masticarlo moviendo el rabo con alegría.
—Ustedes
no —continué mientras cerraba el bote y me sentaba en un costado de mi cama—.
El lobo domesticado sólo recibía las sobras. Las entrañas de los animales
muertos que los hombres no querían, la carne podrida o dañada, los huesos.
Umi
levantó la cabeza cuando pronuncié la palabra huesos y movió sus orejas dándome
a entender que reconocía aquel sonido.
—Huesos
de carnaza no. Huesos grandes y duros; feos. Llenos de sangre y grasa —le
especifiqué—. Y aun así, ustedes se
quedaron con nosotros. Ahí, en la intemperie, afuera de las cuevas; soportando
gélidos vientos de invierno y calurosas oleadas de verano —Umi me miró
intrigada, como si entendiera mis palabras—. No hubo palacios para ustedes, ni
esfinges, ni un cuenco de leche tibia esperando entre las esquinas y los
pilares de piedra y mármol. No hubo figuras de oro moldeadas con sus perfiles. Ni
salmón, ni nada —la mirada de Umi se oscureció un poco; la mía también—. Quizá
una caricia de vez en cuando de la mano encallada de algún nómada, o un
pedacito más de carne y grasa del último animal cazado. Tal vez un trozo de
trapo delgado para protegerse de alguna tormenta de nieve, o un recipiente con
agua sucia del río pasado. Quizá un rinconcito chiquito al lado de la fogata
recién nacida. O una palmadita en el lomo y el susurro de un buen trabajo pronunciado en lenguas muertas
hace siglos. Sólo eso.
Umi
fue y se echó a un metro de mi cama, aun con las orejillas alertas escuchando
mis palabras. Maru dormía plácidamente en el colchón, a un lado mío.
—¿Qué
nos dieron ustedes a cambio? —pregunté—. Nos dieron todo. El gato no, Umi. El
gato dio sólo lo que quiso. Jamás cedió su dignidad ni un ápice de más de lo
que quería. Los perros se adaptaron a nosotros y nosotros nos adaptamos a los
gatos. Ustedes y nosotros en manadas, ellos de forma independiente. ¿Cómo vas a
explorar el mundo, Umi? ¿Acaso no giras tu mirada hacia mí más de una vez cuando
sales a la calle y me pides en silencio que te acompañe? ¿Alguna vez has visto
a Maru hacer eso? ¿Girarse para pedirme permiso, para acompañarle a su misión,
para cazar en manadas? Jamás. Ellos no piden permiso. No cazan en manadas. No
nos necesitan para eso. Nos necesitan para otras cosas. Para darles un techo cuando tengan frío. Para abrirles las ventanas cuando se quieran salir. Para avisarles que hay un ratón merodeando en la cocina. Para ayudarles a escalar árboles peligrosos y llamar a los bomberos cuando no puedan bajar de ahí. Para cambiarles el arenero y escucharlos ronronear cuando se sientan felices, cosas como esas... Así que, Boboma, piensa en eso antes de dormir. Ustedes dos son muy diferentes, ¿lo ves? Aunque él haya crecido contigo sigue siendo 100% gato, en actitud y todo.
Yo
me callo. Umi se duerme.
¡Tan
diferentes! Y aun así, tan extraordinarios. De vez en cuando regreso al pasado
y miro las primeras fotografías de Umi y Maru juntos. Lo que significó para
ambos haberlos reunido en momentos tan difíciles como los que estaban viviendo.
Umi necesitaba compañía después de la traumática muerte de su hermano. Maru
necesitaba una mamá. Ella de 9 años. Él de 4 semanas. Cuánto ha pasado desde
entonces. Cuántos ladridos y cuántos maullidos. Arañazos y lengüetazos por
igual.
—Como
dijo alguien por ahí, Umi —añadí a pesar de que mi perrita tenía el cansancio
dibujado en el rostro—: con ustedes hicimos el mejor trato jamás logrado por el
hombre.
—Y
en cambio ustedes los gatos… —me tumbé sobre la cama y me volteé para mirar a Maru—
podrían ser el mejor amigo del hombre, pero nunca se dignarían en reconocerlo.
Maru
ni se inmutó. Su perfil felino se dibujaba tranquilo en la sombra que golpeaba
la pared de mi habitación. Como una pantera en reposo. Como un bebé león. Como el imponente tigre de William Blake, pensé. Comencé a acariciarle el contorno de su carita y
recité la primera estrofa de aquel viejo poema del intelectual inglés.
—Tigre,
tigre que destellas, en los bosques de la noche, ¿qué mano u ojo inmortal
podría reproducir tu temible simetría?
Esta
vez Maru si reaccionó, con su excelentísimo porte (es sarcasmo) se estiró todo lo
que pudo, bostezó con pereza, utilizó sus dos patitas delanteras para
tallarse la carita con una flojera digna de cualquier postal, mientras se hacía bolita
sobre sí mismo sólo para esconder su cabeza entre su pecho y sus patas.
Que bonito escrito yo siempre e querido tener una mascota pero nose cual es mejor. Tu que crees que es mejor, el perro el gato. con cual te quedarias tu?? Saludos.
ResponderEliminar¿Qué me recomiendas? ¿Un perro o un gato? ¿Cuál es mejor?
EliminarPffff, difícil, difícil, ¿eh? :)
Para una persona cuyos dos últimos años ha vivido en una casa junto con un perrito y un gatito, estas preguntas resultan curiosas y por demás confusas. Creo que ya estamos un poco grandecitos para entender que no se trata de cuál animal es mejor sino qué clase de personas somos, como individuos, para darle un hogar a un perro o a un gato. Es una cuestión delicada y difícilmente la respuesta se la puedes dejar a terceros. Es una decisión que debes tomar tú y sólo tú, junto con los miembros de tu familia (si la tienes) y de un veterinario de confianza (si no lo tienes, consigue uno, lo necesitarás en el futuro).
No estás escogiendo el tapizado de la pared o la alfombra de la sala, sino la elección de un animal que te acompañaría —mínimo— durante 10 años, y ese animal se merece lo mejor de ti. Por otro lado, jamás recomendaría que regalaras a un animal. Ese es un pésimo regalo para alguien que no espera una mascota y usualmente los pobres terminan abandonados en las calles.
Ni un gato es mejor que un perro, ni un perro es mejor que un gato. Provienen de lugares distintos y fueron domesticados por razones distintas. No se les debe de comparar porque las comparaciones son tan dispares que resultan absurdas. Podríamos comprar a un Chihuahueño y a un Gran Danés o a un Común Europeo con un Angora; ahí donde hay un tronco común en el que podemos aferrarnos. Pero el hecho de que un gato y un perro puedan convivir bajo el mismo techo no significa que eso los haga parecidos.
El perro fue domesticado para ayudar al hombre a cazar en grupos, el gato para cazar a secas, sin ayuda del hombre. En solitario, no en manadas. La independencia del gato contrasta abruptamente con la codependencia del perro a los humanos, haciendo a los segundos más vulnerables que a los primeros (de ahí que veamos a perritos callejeros con desnutrición severa y a gatos ferales bien alimentados).
Dejando eso tan básico de lado, es también recomendable saber que el temperamento de ambos animales es bastante extenso y algunas veces las razas influyen en ello. Importa muchísimo el tamaño de la mascota y el lugar donde vives: nunca metas a un Labrador en un departamento pequeñito, por ejemplo. Ni a un Husky Siberiano en la azotea ubicada en una ciudad donde, en verano, hay una sensación térmica de 45°c a la sombra. Importa el tiempo que le puedas dedicar, el hogar que puedes ofrecerle, el dinero que estás dispuesto a invertir en él (alimentación y vacunas) y podría continuar hasta el infinito. Tienes que meditarlo con muchísima calma y paciencia.
No son preguntas fáciles, y no creo poder responderlas con éxito.
Pero eso sí, soy muy feliz con mi pequeña nómada y mi pequeño egipcio. :)