A veces me gustaría conocer por qué motivo las historias de Gabriel
García Márquez me despiertan tanta ternura. Es un sentimiento espontaneo,
inocente, incluso diría que injustificable. Y no habla en mí la voz de la
experiencia, sino mi lado primigenio con las obras del autor. Sólo he leído Cien
años de soledad, y hace unos minutos concluí El amor en los tiempos del cólera,
pero a estas alturas estoy empezando a creer que todos sus trabajos me
inundarán en mayor o menor medida con ese absurdo sentimiento tierno, como lo
han hecho los dos que ya pasaron por mis manos. No es una molestia, faltaba
más, porque pensándolo bien es precisamente eso —y no el Nobel de Literatura
que carga a sus espaldas desde el ’82 o sus ideologías sociales y políticas—,
lo que consigue adéntrame a sus novelas con tanta facilidad como muy pocos
autores lo han conseguido alguna vez. Y es que el bueno de Gabo desliza su narrativa con una cotidianidad que se gana a pulso
con tanta simplicidad entre cada párrafo que termina por derramarse sin demasiado
escollo antes que el primer capítulo marque el punto y aparte.
El amor en los tiempos del cólera empuña con orgullo los restos de una Cartagena
de Indias que se niega a olvidarse del fantasma del virreinato español con
tanto ahínco como Florentino Ariza pone en el amor jamás materializado de Fermina
Daza. En las obras de García Márquez el tiempo se congela aunque pasa, y entre
página y página uno no termina de entender cómo es posible que cincuenta y tres años, siete meses y once
días se hayan diluido en el espacio con suma rapidez y a la vez con tantas
gotitas de dulzura. Esta es la clase de amor febril que probablemente no podría
digerir en una novela romántica, pero el realismo del autor colombiano consigue atiborrar en una crónica gentil que podríamos encontrar fácilmente
en nuestros propios ancestros. Florentino Ariza rompe moldes desde el principio, y lo hace sin un gramo de belleza ni juventud. Para cuando se cuela en la
historia aparece como un cuervo calvo evocado por la muerte en medio de un
salón enlutado frente a la viuda reciente que amó sin reciprocidad alguna.
Ariza está ahí, en la escena, como el viejo decrépito que se marchitó esperando
una rancia gratitud. Un Romeo jubilado en una Venecia apestosa y
latinoamericana. Sin embargo, el comienzo de la historia corre a cargo del
prominente doctor Juvenal Urbino; ese rival en amores que nunca supo que lo fue
(y que partió de esta vida sin intuirlo jamás). Urbino se asoma al escenario con
una cautela desmedida, filtrándose a la casita de un antiguo y místico amigo exiliado
que planeó minuciosamente su suicidio durante décadas para no sucumbir a los
caprichos más humillantes de la vejez. Un santo ateo. A raíz de eso, y en las
primeras cincuenta páginas del libro, vemos discurrir las últimas horas del
honorable médico que, entre sus proezas profesionales y de caché, estuvo la de
erradicar el cólera en su entrañable asentamiento porteño, castigado por mil
maldiciones distintas. Las virtudes del hijo pródigo del pueblo, de apellido
largo y reputación intachable, chocan de manera estrepitosa al darnos cuenta del
accidente estúpido que lo llevó a perder la vida. Cuando uno se topa con la
narración en cuestión, nuestras emociones erráticas se bifurcan extrañamente entre
la carcajada más honesta y ese dolor tan álgido que sólo podría percibirse a la
luz de la muerte de un personaje que ya a esas alturas nos resultaba
entrañable.
A partir de ahí el tiempo corre para atrás, rebobina la historia hasta
que chocamos con la versión joven de la viuda adolorida que intenta
encontrar una razón para continuar viviendo. No sólo nos habla de esa versión
de la pubertad aniñada sino también del primer amor, rancio y jodido, de
serenatas en el panteón de los pobres y cartas perfumadas con la inocencia de parejas
imposibles. El amor en los tiempos de cólera nos trae un peculiar triangulo
amorosos que jamás fue, y que el primero de los tres en palmarla fue el que no
se enteró de nada. Para ser justos, el
triangulo en sí nunca existió (quizá en la mente del pobre Florentino, pero
nada más): Fermina Daza no le amó después de aquel romance juvenil, que ni por
un pelo fue más allá de una propuesta de matrimonio absurda y del enorme muro
que el padre de ella forjó entre ambos para que no se volvieran a querer en la
vida. Sin embargo, el patriarca de los Daza no consiguió con su sentido
estricto lo que el tiempo y la distancia resquebrajó hasta oxidarlo desde los
cimientos. Cuando el padre y la hija huyen erráticos de pueblo en pueblo y no
regresan sino mucho tiempo después, Fermina se topa con una realidad que la
supera hasta el grado de la amargura: lo único que pudo sentir por el chico de
la eterna correspondencia fue lástima; y lo esfumó de su vida casi por inercia.
Después llegaría el doctor Juvenal Urbino con su altanería, guapura y
perfección, que la chica encontró despreciable en muchísimos sentidos pero que aprendió a querer hasta conseguir amarlo. Sin embargo,
ella nunca lo engañó. Ni con el pobre Florentino Ariza ni con nadie. Una proeza
que el pulcro doctor no pudo cumplir, engañando a su virtuosa esposa con una
mulata que de lejos provocó la peor crisis matrimonial de la pareja.
La peculiar prosa de Márquez se huele por toda la novela como un espectro
que Cien años de Soledad ya había dejado rondar en mi memoria hace algunos años.
Páginas y capítulos enteros repletos de anécdotas para dar tridimensionalidad a
personajes que jamás nos resultan ajenos, y que se contraponen con una obviedad
exquisita a los escasísimos diálogos que fácilmente podríamos guardar en una
hoja garabateada por los dos lados. Es una habilidad que muchísimos autores
desearían tener: enamorar sin hablar. Anécdota contra dialogo. Un aluvión de
párrafos interminables sobre los sentimientos de algún personaje siempre
conmueven más que un sequísimo “Te amo”, o una frase cursi nacida de un
enamorado. Gabo consigue arrastrarnos
a un torrente emocional tremendo apenas da comienzo la novela, cuando al doctor
Juvenal Urbino se le va la vida en un parpadeo, y al verse ido suelta aquella
epifanía que le da título a este artículo y que resuena con un dolor
indescriptible en las lágrimas que se nos apañan en los ojos. Para ese entonces
ya le queremos. Más o menos hemos entendido la mitad de su rutina, ideas,
prejuicios y decepciones, para que en el momento de su muerte la tristeza nos
conduzca sin remedio a la desolación que dejó en la propia existencia de la
mujer a la que más amó en la vida.
Por otro lado, Fermina Daza siempre fue un enigma; y de los buenos.
Podríamos tacharla de mil cosas, pero jamás de imprudente. Si algo la hizo
sobresalir como la envidia de todo un pueblo fue por su inteligencia,
testarudez y valor. La honorable Fermina mantuvo su dignidad en alto siempre
que le fue posible. Incluso cuando aquel chico de vestimenta de anciano y
manías voyeristas le extendió la carta con caca de pájaro que le marcaría la
existencia por siempre. La chica del eterno uniforme colegial tuvo suerte y
ésta la seguiría incluso hasta la última página, cuando su amor contrariado dio
la orden de mantener un buque en marcha con la bandera del cólera en alto hasta
el fin de los tiempos. Si bien es verdad que a Florentino la vida le pareció una fracción de segundo, es Fermina la encargada de plantarle la bofetada al tiempo. Atreves
de ella atestiguamos las cinco décadas que Ariza dejó pasar embelesado con la
idea de conquistarla. Para cuando éste se da cuenta de que las primaveras
mueren sin pedir permiso, los días ya habían oxidados los engranajes de su
propia rutina. La historia no resultaría tan entrañable si el carácter de Daza no
pecara de orgulloso; de alguna manera es precisamente eso lo que Florentino
Ariza y Juvenal Urbino encontraron tan atractivo. La altiva personalidad de
ella se exterioriza de manera dramática en sus frases directas, toscas y
contundentes. Con el cuello en alto y la espalda recta aprendió los gajes de la vida en pareja con una maestría excelsa y prodigiosa que, conforme la hazaña de sus
años pasan, ella reforma con fina elegancia hasta volver exquisita la aburrida
rutina matrimonial, con un habito que consigue enraizarnos el corazón en un comienzo tan
afectuosos como senil (y que alcanzaría su máximo esplendor en ese último
capítulo que saboreamos con destellos de eternidad).
En fin, una novela preciosa, con un escenario aldeano y porteño, que
despierta en nosotros la necesidad del recuerdo primitivo de entender a
aquellos que nos antecedieron en esas antiguas décadas que se asemejan a los siglos. Lo mejor de
García Márquez siempre viene repleto de grandes dosis de soledad dolida, de
personajes tan comunes cuya peculiaridad les otorgan el brillo de los héroes
cotidianos: parejas de amores imposibles en pueblos innombrables, narrando cuentos
bañados de nostalgia que agrietan la memoria con heridas que destilan enormes
cantidades de ternura íntima; esa ternura que se sabe tan pecaminosa como
inocente.
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