¿Alguna vez han
sentido esa terrible sensación de ahogo que se produce cuando aguantan la
respiración por mucho tiempo? De pequeña me pasaba a menudo, casi siempre antes
de dormir, cuando las luces se apagaban y la casa se quedaba a oscuras. Trataba
de llenar mis pulmones de aire, pero no importaba cuánto inhalara, la sensación
de insuficiencia se quedaba hasta que lograba dormirme. Tiempo después descubrí
que eso que experimentaba era un ataque de ansiedad y aprendí a controlarlo
(nunca totalmente). En aquel entonces el ataque se producía por miedo a morir
dormida, por el terror que me producía la oscuridad o por el temor que me daba
tener una pesadilla y mojar la cama (me pasaba muy rara vez y era horrible). Mi
manera de evitarlo era dormir cerca de alguien —casi siempre con mi madre o mi
hermana— y rozar con mis dedos parte de su ropa o su piel. Sólo ligeramente. Un
poquito. Sentir que estaba tocando algo
vivo me daba la seguridad de pensar que la vida no se me iría mientras
dormía. Sí, suena estúpido, pero a los seis años eso evitaba que me sudaran las
manos, me faltara el aíre y provocara que el corazón me latiera a mil por hora
cada vez que era la hora de dormir. Otra opción era irme a la cama antes que
todos, cuando las luces aun estaban encendidas y mis padres despiertos, pero
casi nunca tenía sueño.
Con el paso del
tiempo esos ataques de ansiedad se redujeron bastante; era extraño tenerlos
salvo específicas ocasiones: exponer un tema frente a mis compañeros de
escuela, realizar un trabajo en equipo, la entrega de calificaciones o
cualquier cosa que implicara presentarme sola frente a una persona de mayor
edad y autoridad. Sin embargo, sigo teniendo muy presente ese agobio, esa figurativa
falta de aire que se produce cuando la ansiedad me supera (sin necesidad de que
sea un ataque en sí) y se apodera de mi rutina durante semanas o incluso meses.
Como una persona con Trastorno de la Personalidad por Evitación (TPE) y además
asocial, es muy fácil distinguir cuando lo primero se antepone a lo segundo. No
es siempre, no es todo el tiempo, no es todo el año, pero cuando sucede lo
reconozco. Trato de llevarlo lo mejor que pueda, trato de superarlo sabiendo
que vendrán días más despejados e intento continuar con mi rutina. Es algo
personal; siempre lo ha sido. Algo que se sufre
en silencio. No es fácil; de hecho, ya se me había olvidado lo que es vivir estresada todos los días. Este
blog nació una noche de asfixia y desolación; nació adolorido y dañado (lo
expliqué por aquí). Nació por la necesidad de expresarme ante un medio que
sentía mío, desde que lo conocí, siendo sólo una niña, cuando el Internet era un
sonido imposible que nacía de las entrañas de un teléfono conectado a la
computadora. Este blog vio la luz en aquellos días universitarios que hoy, al
pensar en ellos, me acarrean sólo sentimientos de frustración tan profunda que
no me apetece traerlos al presente.
Está de más
decir que estoy feliz en mi trabajo. Es un trabajo chiquito, de mi propia
familia paterna. Un trabajo que aprecio, valoro y quiero mucho, y que me ha
permitido soportar más bullicio social del que jamás me hubiera podido imaginar
en las tres décadas que están a punto de caerme encima. He interactuado con
gente buena, jóvenes educados y niños a los que quisiera congelar en el tiempo
para que no se esfume esa ternura que se les derrocha por la cara. (También
me he topado con gente grosera, prepotente y mimada, pero no me apetece
recordarlos). El asunto es que, cuando te haces mayor —dejas de ser
estudiante y te convierte en trabajador— los días más preciados de tu infancia
se convierte en tu peor pesadilla. Sobre todo cuando trabajas en un lugar donde
las vacaciones son algo así como ¡LA MEJOR ÉPOCA DEL AÑO PARA VENDER! En ese
caso mi felicidad se anula donde comienza la tuya. Y el estrés se apodera de
mí. En realidad, hace muchísimos inviernos que la Navidad ya no tiene para mí
el significado que tenía antes. Cuando era pequeña, esos días se convertían en
la época de las semanas sin escuela, primos en la casa de la abuela y pijamadas
interminables. No creo que sea una queja, sino una confesión. Tampoco me provoca
depresión. Sino estrés. Agobio. Ansiedad.
Éste último mes
de diciembre fue el rey de todos los meses ansiosos que he tenido en mi vida. Todo
comenzó una semana antes de Navidad (supongamos que aquí fue donde empecé a
aguantar la respiración; eso que mencioné al principio), cuando mi mamá fue
internada de urgencia por un dolor que tenía en el vientre, al lado de la
vesícula. El asunto en cuestión nos abordó a las dos solas. Mi papá estaba
fuera de la ciudad y mis hermanos en Culiacán. ¿Saben el peso que eso puso
sobre mis espaldas? ¡Joder! ¿Yo en una situación así? Ahí estaba, la más
cobarde de la familia, con TPE, el colón irritable a full y el Síndrome de la
Bata Blanca que me acompaña desde niña. Ahí, en un hospital que está donde da
la vuelta el aire y empieza el estado de Nayarit. A las doce de la
madruga, con mi madre y su dolor a cuestas. Fui valiente. Con mi adrenalina hasta
el límite y mi mamá gritando que se moría, pues bueno, ahí me tenías
maldiciendo a todas las ciencias médicas y sus ilustres declamadores del
juramento hipocrático. Esa específica semana fue una mierda total (perdonen la
expresión): ya habían pasado otro par de cositas que pusieron en jaque mis
neuronas sicóticas, incluyendo una invasión de escorpiones en la casa que
habitamos y la decepción tremenda que me dejó Marco Polo. Lo de mi mamá fue
sólo la cereza sobre el pastel. Bueno, más bien fue la decoración que rodea el
pastel de la desgracia. La cereza la puso nuestro vecino anciano que falleció
justo cuando llegamos del hospital y escuchamos a las magdalenas del barrio
llorar hasta el arroyo de nuestro pueblo. El anciano me caía bien. Era esa
clase de persona que inclinaba su cabeza como gesto de cortesía cuando pasabas
a su lado. Ese mismo día; sí, ese maravilloso día de otoño navideño, mi gato
tuvo la esplendorosa idea de poseer gingivitis por el resto del año (¡Pero hay
que tener pantalones para hacer eso, Maru!). Maru es el aguafiestas más
reputado de mi nación. Tiene tres años y me ha amargado precisamente TRES
navidades. HIJO DE PERRA (literalmente). En la primera Navidad que pasó con
nosotros le dio diarrea, en la segunda lo atropelló un auto y en la tercera se
le pudrió la boca. De hecho, este 2015 he empezado ahorrar para que en
diciembre no se atasque todo mi aguinaldo en medicamentos para el niño mimado
de la casa, porque eso ya no lo toleraría, ¡EH! XD
El veredicto
final para mi madre aquella fatídica
noche en el hospital era que tenía la vesícula llena de piedras y había que operar
lo más pronto posible. No en plan de Emergencia pero vale, ese dolor que sintió
ella no le apetecería sentirlo de nuevo y pues bueno ¡a operar!... Mi papá
pidió las vacaciones antes de tiempo y a él le tocó viajar a Mazatlán y
acompañarla durante los días de la operación. Mientras tanto, en mi casa
seguían apareciendo alacranes como si estuviéramos frente a alguna plaga del
Viejo Testamento. De hecho, le he dicho a Jesús que le diga a su papá que hay
formas más bonitas de decirme que no me quiere.
[No contaré de aquella vez que me cayó aceite hirviendo en el labio, ni aquella otra en la que un pedazo de tortilla dura se incrustó en mi ojo, porque hay un límite para la vergüenza propia y estoy a punto de superarlo.]
El asunto en
cuestión es que todo ese tiempo estuve trabajando. Y en vacaciones decembrinas
mucho más. El día que mi madre fue dada de alta (a las 7h de la mañana), mi
hora de entrada era a las 8h lo cual me jodió mucho por dentro y por fuera
porque no dormí ni un segundo en toda la madrugada que mi madre estuvo
hospitalizada. Ese mismo día tenía que volver al trabajo de 20h a 22h pero me
caí rendida sobre la cama y desperté hasta el año 2035 después de Cristo,
llegando tarde y quedando en ridículo con medio mundo, el cual no es mi
pasatiempo favorito.
Ha pasado ya un
mes de aquello, y dos o tres días de descanso semanal, y sigo sosteniendo el aire. La ansiedad está a tope. Siento que no
he descansado desde aquel absurdo diciembre. No me haré la sufrida pero frustra
un poquito, oye. Sobre todo porque los días no me saben a nada. Ni aquellos en
los que trabajo, ni aquellos en los que descanso. Y al parecer será así hasta
medidas de febrero, lo cual agobia un poquito más. Estoy intentado lidiar con
ello lo mejor que pueda pero ¡Pfff! Incluso eso cansa. Y es aquí donde he
llegado a la conclusión de que NECESITO VACACIONES. Y como no quiero pedirlas
sino hasta marzo pues me vengo a desahogar aquí porque este blog está para eso
y mucho más ¿no? XD Sí.
Hace un par de
años, cuando descubrí que mi drama social tenía nombre y estaba catalogado
dentro de los trastornos de la personalidad que llevan inquietando a los
psicólogos desde que se dedican a sus labores, intenté buscar un refugio
cibernético donde pudiera encontrar a otros como yo. Por ahí alguien mencionó
que conocer a gente que pasa por el mismo problema que tú te ayuda a expulsar
esa sensación de desolación cuando sientes que nadie te entiende. Encontré un
foro privado (en el cual nunca fui aceptada) y mandé una solicitud de amistad a
un grupo de Facebook que iba directo al grano y se llamaba así, Fobia Social.
Nunca he publicado nada ahí, jamás me he presentado, no doy deditos arriba, ni
comentado nada porque aquí es donde mi asocialidad se asoma: estas personas no
me interesan en lo absoluto. No me apetece interactuar con ellas, ni ofrecerles
mi experiencia y sobre todo los post son tan erráticos y diversos que me
aterran tanto como me confunden. Eso sí, gracias a ese grupo he aprendido a
apreciar infinitamente a mis padres: los pilares que sostienen lo que soy; lo
que siempre he sido. Es depresivo hasta límites irrisorios pasear por el Muro
de este espacio para atestiguar la amargura de quienes desahogan ahí sus penas.
Una válvula de escape que jode más al lector que al que publica (y quizá más a
los moderadores). Chicos y chicas que tienen su autoestima embarrada en el
suelo y pulida con tristeza. Entes miserables que escupen cuánto dolor traen a
cuestas: desde la indiferencia de sus familias, hasta hostigamientos estudiantiles
o laborales, e ideas suicidas. Entonces pienso en quienes me rodean y la vida
tan maravillosa que he tenido desde pequeña. Incluso, en mis peores días en la
escuela, siempre podía dar la media vuelta y regresar a casa, donde sabía que
jamás me sentiría rechazada. Mis padres, esos seres maravillosos que
seguramente han acumulado más decepciones conmigo que con cualquiera de sus
otros dos hijos, jamás me han exigido algo que roce los límites de mis
capacidades. Siempre me han dado la libertad de elegir. Además, han respetado
mi personalidad como muy pocos lo harían. Jamás terminaré de agradecerles
tanto.
El problema es
ese, teniendo TPE no ha sido suficiente para que mi asocialidad me permita
identificarme con quienes lo sufren día a día. Lo cual me provoca un poco de
pena propia (poquito nada más), porque es complicado confabular dos toques tan
peculiares como la fobia social y la asocialidad para desembocar en el combo break! que soy yo. Veo a estas
personas en ese grupo de Facebook, ansiosos por encontrar amigos, novios o una
cura para su trastorno y simplemente no puedo comprender por qué querrían
hacerlo.
Vale, basta de
melodramas. El asunto es que necesito vacaciones lo más pronto posible o tendré
un colapso mental mega épico que para qué les cuento. Luego les hablaré de mi
dolor de encías, el vértigo que traigo encima y la operación de Umi para
removerle un tumor la próxima semana.
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