Sí,
he sufrido bullying en la escuela.
Más concretamente en la escuela preparatoria. Más específicamente en la escuela
preparatoria Rubén Jaramillo de la Universidad Autónoma de Sinaloa, ubicada en
la ciudad de Mazatlán. De aquello ya han pasado casi
10 años. Creo que nunca he hablado de esto aquí ni en ningún otro lado; no me
gusta montar dramas innecesarios y absurdos propios de gente débil como somos
los hostigados. O por lo menos esa es la opinión de los otros, de los que están en el medio, de los que nunca fueron
agredidos y cuando lo hicieron devolvieron el golpe, como no queriendo la cosa
y les funcionó el chistecito. “El mundo
no es para los débiles” diría Darwin si se atreviera a mirarme ahora.
De
todos los años en la escuela primera, secundaria y preparatoria sólo esas tres
jovencitas de la escuela preparatoria Rubén Jaramillo me hostigaron y
únicamente fue por un par de meses porque, harta no sólo de las porquerías que
hacían conmigo sino de la indiferencia generalizada de mis maestros decidí un
día ya no ir. Utilicé el pretexto de que la escuela se ponía en huelga una
semana sí y la otra también para salirme y no volver jamás (aunque cabe aclarar que aquel tema de la huelga eterna era verdad).
Aun
paso por aquella preparatoria —que también fue de mi hermana— y me sigue
produciendo un profundo asco, como esa última vez que salí de ahí con lágrimas
en los ojos, aparentando ser una enferma de gripe y tos con ojos llorosos por
el virus, para que la gente que fue indiferente durante todo ese tiempo no se
detuviera a preguntarme qué me pasaba. Yo débil, como siempre lo he sido; y
ellos hipócritas, como siempre lo habían sido.
De
lunes a viernes, de 7 a 1, la misma rutina. Los mismos jalones de cabello, los mismos
golpecillos en la oreja y en la espalda, el mismo encendedor debajo de la
butaca de fierro, las mismas palabras hirientes: “Pelona” por tener el cabello
corto, “muda” porque rara vez hablaba, “presumida” porque levantaba la mano
cuando conocía la respuesta a algo, “tartamuda” porque a veces repetía las
palabras más de la cuenta, “pendeja” sólo porque sí. Palabras que a nadie le
dolerían, excepto a mí, porque antes que ellas, nadie me las había dicho.
Recuerdo
las mismas conversaciones con los maestros a diario, tratando de hacerles
entender que dolía lo que decían y hacían, que el encendedor provocaba ampollas,
quemaduras y me estropeaba la ropa, que no era sólo un juego, que me
molestaban, que hicieran algo. Y recuerdo perfectamente su indiferencia como
maestros, su valemadrismo ante la
situación, su necesidad de reprimir con una charlita sencilla a las tres
alumnas que me odiaban sólo porque sí. Me daba coraje porque sus medidas eran
en vano y los hostigamiento se hacía más grande, y más fuertes y más jodidos y
yo tenía ganas de lanzar una bomba de napalm sobre la escuela; algo que nos
matara a todos en el proceso, a toda la escoria de la sociedad, a los
hostigadores, a los hostigados y sobre todo a los indiferentes, y aquellos que pensaban
que el bullying sólo se resuelve devolviendo el golpe. Vaya asco de personas.
Vaya mierda de sociedad creada. Vaya México podrido que con violencia siempre
resuelve todo. Vaya actitud retrógrada.
Quizá
por eso siempre he sentido empatía hacia aquellos estudiantes que, después de
años y años de hostigamiento, terminan por cometer una masacre en su escuela.
Cansados por completo de los consejos de otros, de la indiferencia, del mirar
para otro lado. No me malinterpreten, no justifico su acción y mucho menos la
apruebo, pero siento empatía hacia ellos, (y si alguien llega a leer esto y no
saben lo que significa empatía existen diccionarios para saberlo, gracias),
porque yo también tuve ganas de sacarle las entrañas a aquellas personas, de
convertirlas en nada, de quemarlas en aceite hirviendo, de verter mil balas
sobre sus cuerpos. Pero nunca lo hice y JAMÁS lo haré. Aun tengo el sentido
común intacto.
“Me
siento demasiado superior para el odio” decía Jean-Jacques Rousseau, y a estas
alturas yo también. No odio a nadie. La palabra no me gusta; me da asco, me
produce nauseas. Me recordaba a aquella época en la que yo solía odiar a la
gente; días oscuros y fríos que prefiero no traer de regreso. Que me nublan la vista y
me provocaban vértigo.
Siempre
he sido asocial, siempre he marcado un muro invisible pero enorme entre mi
persona y el resto del mundo. No me apetece hacer amigos, no me interesa
inmiscuirme con el resto, no me interesa en lo absoluto pasearme entre una
multitud de gente. Mi forma de ser se forjó a largo de mi infancia y no tiene
absolutamente nada que ver con el hostigamiento que sufrí. Cuando eso sucedió yo
ya era tal y como soy ahora, con los mismos traumas y con sueños más ingenuos.
A
veces pienso en aquellas jovencitas que me quemaban y me decían palabras
hirientes. Aun siento lástima por ellas, sobre todo por la líder de las tres,
una chica delgada, pequeña, con el cabello disparejo y morado. Rebelde. Punk
región 4. Aparentando una dureza que se la caía a pedazos cuando algún maestro
la sacaba de clases por hablar mucho o por molestar tanto. Por apestar a
cigarro. ¿Cuántas tragedias cargaría a sus espaldas como para que al hostigarme
a mi sintiera la satisfacción que en otro lado no encontraba?
También
sentía empatía hacia ella. La hostigadora típica; esa que me lastimaba para
aliviar un poco el dolor de su vida cotidiana. Por las otras dos chicas jamás
he sentido empatía. Eran niñas bobas, zombis; de esas que se tirarían a un
barranco antes de preguntarte qué sentido tiene inmolarse o con qué propósito.
¿Qué será de sus vidas? ¿Serán más felices que yo? ¿Con menos traumas? ¿Con más
miedos? ¿Tendrán hijos? ¿Tendrán sueños? ¿Esposos tiernos o novios golpeadores?
¿Golpearon a sus hijos para educarlos? ¿Esos hijos golpearan a otros niños en la
escuela o serán ellos las víctimas de otros niños, como si todo fuera una
cadena que se conecta? Entonces recuerdo quién soy y lo poco que aquellas tres
chicas me importan; lo indiferente que me resultan sus vidas y sus muertes, sus
sueños, sus problemas y sus nombres, y me olvido de ellas por completo, como
aquellos seres a los que olvidamos en los cementerios.
¿Se
siente bien hablar sobre esto después de callarlo durante tanto tiempo? No, se
siente igual. Duele lo mismo… Quizá más. Hay gente que nunca lo entenderá.
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