No sé si la vida
se le escapa por el rabillo de la mirada, pero esos 12 años que se le sienten
en el alma le dibujan perezosas canas en la cara y le desdibujan con suavidad
aquellos ojos que antaño brillaron como perlas. Umi, la pequeña nómada perruna
nacida de las entrañas de mi tierra, aun tiene fuerzas para posar como
centinela en el porche de la casa envejecida para esperar el regreso de su dueña.
Cuántos años de fidelidad se le escurren por el cuerpo.
Nunca encontré
alma más pura dentro de una coraza caoba tan pequeña. No sé si será el tiempo o
la experiencia la que la ha dotado de un aura servilismo que encuentro
sumamente conmovedor. Umi no me debe nada, ni la última noche de desvelo, ni la
melancólica sonrisa que se le escapa de su cansado hocico. Su nobleza va más
allá del abstracto ideario del mejor amigo del hombre; la imagen grabada en
nuestra memoria a base de relatos de perros cuyo heroísmo especial fue la
paciencia eterna.
De vez en cuando
le cuento historias tristes, réquiem para colegas de cuatro patas que de una u
otra manera evocan su misma esencia. Le digo que se puede ir por la puerta
grande cuando quiera, que eso de retozarse en el pasto celestial y correr con
viejos conocidos no pinta ningún destino trágico, sino gozosamente esperanzador.
Pero mi pequeña nómada se queda, a mi lado, entre los trapos enmarañados
repletos de su pelaje canoso y el viejo plato amarillo que, al igual que ella,
conoció mejores días. Nada vale para quitarle los años a mi perrita. Su sola
presencia sirve para ver por la comisura del pasado que guarda la esencia de lo
que ha sido y siempre será: el más gentil de todos los seres que me rodean.
¡Larga vida a mi incansable centinela!
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