Mi papá y yo (1989) |
Podría comenzar
diciendo que tengo al mejor papá del mundo, pero creo que a estas alturas y a
esta edad no dejaría de sonar trillado y absurdo, e incluso un poco ofensivo
para aquellos que también han tenido la suerte de tener a un padre
extraordinario.
No tengo al
mejor papá del mundo. Mi padre es un hombre común que siempre ha cargado en sus
espaldas el bienestar de los suyos. Lleno de virtudes que generalmente opacan
todos sus defectos. A su manera, sobresale de su entorno, tal y como lo hacen
otros millones de personas alrededor del mundo que acarrean consigo el
cansancio laboral para transfórmalo en felicidad para su familia. No es fácil;
es un camino lleno de sorpresas y dificultades, de preocupaciones y metas, de
incertidumbre y de visiones claras. De salud y de enfermedad... Como la vida
misma.
De alguna u otra
manera, tanto mi mamá como mi papá, se las han ingeniado para educar a sus
hijos en un hogar amoroso y cálido, donde no les lastimara el mundo. Se
esforzaron por instruirnos e inculcarnos los valores más nobles de la vida,
¡les debo tanto! No ser ambiciosos, no ser egoístas, no ser indiferentes al
dolor ajeno. Lo reconozco, nunca hubo viajes a Disneyland, ni vacaciones
paradisíacas en las playas cristalinas de Cancún, ni un safari en África, ni un
recorrido por museos europeos. De hecho, de vez en cuando trato de visualizar
cuándo fue la última vez que fuimos en familia a descansar de todos. La rutina
no se detiene, la vida tampoco.
Pero sabes papá,
no necesito nada de eso. Me quedo con los recuerdos de nuestros mejores días:
las noches más estrelladas platicando en la acera de nuestra casa en un remoto
poblado pesquero de Angostura, me quedo con los viajes al Llano y al Bonete
cada fin de semana (¡Cuántas aventuras vivimos en el Principito), me quedo con
esa rutina vespertina de recorridos en bicicleta para perseguir al último tren
que atravesaba la ciudad de Escuinapa antes de morir el día. Se me graban en la
memoria las charlas familiares después del desayuno, la comida y la cena. O
aquellas mañanas invernales en que tú nos llevabas a la escuela sincronizado
con la luz verde de los semáforos de Guasave. El día en que nos enseñaste a
patinar o aquellas madrugadas de neblina en que salías valeroso a cazar al
Chupacabras. Para mí, nadie pateaba el balón de fútbol mejor que tú; Maradona y
Pelé te mirarán asombrados desde la banca. ¿Cuántos recuerdos dejamos grabados
en las paredes de la pequeña ciudad del Parque Villafañe y cuántos otros
quedaron tecleados a golpe de maquinas de escribir para traernos una historia
original de nuestra serie favorita? ¿Recuerdas cuando volamos cometas en la
escuela Gutiérrez? ¿Y cuando te detuviste en mitad de la carretera para salvar
a una tortuga varada en mitad del asfalto? Me quedo con el recuerdo del primer
perrito que me regalaste y aquella noche que nos sorprendiste con boletos para
el concierto de nuestro grupo favorito cuando apenas éramos unas niñas.
(Y más
recientemente nuestra manía de ir a caminar a las seis de la mañana a unidades
deportivas congeladas.)
Ya perseguimos
al sol. Ya nos subimos al faro. Nos falta conquistar las tres islas y hacer una
lunada familiar a la orilla de la playa.
Tú y mamá nos
enseñaron a explorar el mundo. Tú me confiaste por primera vez una computadora
y me mostraste la palabra escrita. Si aun continuó escribiendo es por ti. Por
ti y por toda esa diversidad de libros que ustedes siempre pusieron a mi
altura.
¡Gracias por
estar siempre aquí (incluso estando lejos) y gracias por ser mi padre!
Siempre serás mi
héroe.
¡Feliz
cumpleaños!
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