Primera hazaña chocobananera. |
Hacer
chocobananas no tiene mucha ciencia, de hecho es más difícil escribir su nombre.
Así que cuando la semana pasada tuve antojo de comer una de estas cosas y no
supe dónde se podían comprar (porque obviamente se vende por lo bajo, a
escondidas, como la droga) decidí comprar todo el kit para prepararlas por mí
misma y ser la envida de todo el vecindario. ¿Qué tan difícil podía ser?
Como buena
ciudadana de mi patria —nación de alegrías, tormentos y flojera para leer
las instrucciones— decidí lanzarme a la guerra sin fusil y a la
tarea sin videotutorial. Casi me mato.
Compré los plátanos
allá donde los venden más caros, el kit chocobananero en la dulcería más
cercana (que queda a media ciudad de aquí, en camión, dos taxis y tres lustros),
regresé a mi casa y continué con mi debate moral de cómo clavarle el palo al
plátano para que no lo estropeara demasiado. Fue mi madre quien me aconsejó sacarle
punta al plátano al palo antes de incrustarlo en la fruta, a la que
decidí dejar a temperatura ambiente porque así los átomos funcionan mejor, ¿no?
Pues no. El palo en cuestión rompía el plátano a la mitad y cuando intenté
acomodarlo con mis manos seguramente hice un movimiento tan ninja que ni Hattori Hanzō podría haber previsto y
la banana quedó en rodajitas por toda el área de trabajo. Muy raro, tan raro
que estuve a nada de marcarle a Iker Jiménez
hasta España para que viniera con su
Nave del Misterio a Camarolandia City y viera con sus
propios ojos le metódica hazaña que quedaría únicamente inmortalizada en la mirada
atónica de mi padre (aunque creo que en realidad estaba jugando al Solitario Spider en su laptop y acababa
de ganar).
Como éste
último proceso tomaría tiempo decidí pasar al segundo paso: derretir el
chocolate en el microondas y botanear con mi Frankenstein fallido mientras continuaba haciendo el resto de los
chocobananas. No hubo demasiado éxito con los siguientes productos, a pesar de
que le saqué más punta a los palillos y partí por la mitad el resto de la fruta
que quedaba, a esta, sencillamente se le abrían grietas, y al intentar
sumergirlas en el chocolate derretido se salían del palo y se quedaba vagando a
la deriva en el vaso de chocolate mientras yo rogaba que no se ahogaran en un
mar tan envidiable. Pero luego llegó mi madre —cuya mano es santa y
tiene una legión de ángeles cuidándole su reputación en la repostería a la que
no se dedica—, tomó una banana, metió el palito afilado, sumergió el
coso en el chocolate, le puso chispitas de colorines Voila! como si hubiera nacido para eso, mientras yo la miraba con
cara de Ehm, What?! ¿Hola? ¿Cómo? Y
mi autoestima se hundía junto con el trozo bananero naufrago que desaparecía en
el mar de chocolate. ¿Ven? Hay
gente que no nace para ciertas cosas. Eso sí, el producto final estuvo
riquísimo, incluso esos que hice yo, pero seamos sinceros: es imposible que
plátano+chocolate+chispitas sepa malo, no importa cómo lo prepares.
A los días
volví a hacer chocobananas, esta vez con tutorial incluido y resulta que los plátanos
tienen que pelarse y congelarse por lo menos durante TRES HORAS antes de
incrustarles el palito. Esta vez funcionó, no tan bien como en el video que vi
porque soy la mar de desesperada y sólo dejé que se congelaran por 45 minutos
(la paciencia no va conmigo) pero los hice yo solita en menos de cinco minutos,
cuando la primera vez me tomó media hora. Vamos avanzando, ¿no? Por lo pronto
los chocobananas ya se terminaron y no me apetece hacer más hasta dentro de tres
siglos, pero mi fracaso culinario queda en evidencia una vez más después de
joyas tan bonitas como esta y esta otra.
Mejor me
dejo de tanto drama y me prepararé un chocomilk, coronado con chispitas de
colores porque no sé qué hacer con los dos kilos que me sobraron después de mi
bestial hazaña digna de quedar en todos los libros de Historia. Me
despediría con humildad, pero no me apetece.
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