—¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti hay algo que sólo espera que le des la oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no usas, como el agua que se precipita en cascadas en vez de pasar por las turbinas?
Y miró a Bernard interrogativamente.
—¿Te refieres a todas las emociones que se podrían sentir si las cosas fueran diferentes?
(Un Mundo Feliz 1932, Aldous Huxley. Pag 59).
--------------------------
Decidí leer un
libro ligero después de fumarme las 1,200 páginas que componen Tormenta de
Espadas (porque al parecer George R. R. Martin no sabe parir cosas pequeñas). Quedándome
de píe frente a mi librero durante más de diez minutos se me hizo maravilloso
tomar el viejo ejemplar de Un Mundo Feliz de Aldous Huxley que me regalaron en
la escuela secundaria hace una década, y leerlo por primera vez en la vida. Viendo
lo pequeño y delgado que era, supe que no me llevaría más de uno o dos días… Lo
leí en seis horas; y tamaña indigestión la que me cayó encima. Podría culpar al
calor pero prefiero culpar al libro; es más poético. Entonces recordé el motivo
por el que estaba en mi estantería desde hace siglos, y la razón por la que
jamás lo había leído en su totalidad: su densidad argumental me lo impedía.
No
sé cuándo comprenderé que un libro de pocas páginas no necesariamente significa
lectura ligera, así como existen
novelas de 800 páginas que se sienten vacías.
Un Mundo Feliz
es una de esas obras que amablemente te obligan invitan a leer en la
escuela secundaria mientras tú tienes cosas más importantes en las qué pensar (y
todas ellas implican un revolucionario proceso hormonal, seguramente). Yo, que toda
la vida he adorado leer libros, siempre he encontrado bastante molesta la
lectura obligatoria de clásicos a esa edad, sobre todo porque no tenemos la
suficiente madurez mental para entenderlos a la primera. Si a eso le sumamos
que en este país no se fomenta la lectura a edad temprana, sino hasta los 13 ó
15 años, la respuesta que le damos a estas joyas es brutal: nos
aburren, nos dan bostezo y de vez en cuando nos producen dolores de cabeza
cuando una tarea depende de ellas. Incluso hoy, El Señor de las Moscas me
resulta un libro insufrible, por ejemplo. No es que sea malo, tiene el honor de
ser el primer libro que me obligaron a leer y pude terminarlo, lo cual merece un
reconocimiento. Sin embargo, desde entonces no me apetece juzgarlo con motivo
de causa; ni siquiera ahora que conozco el concepto en el que se basa. Quizá
algún día decida retomarlo; pero hoy no, ni mañana.
Algo parecido
sucedió con Un Mundo Feliz y 1984 pero la pesadez de la trama de estos último
me impidió pasar más allá de la página 20 ó 30. Por eso mismo no culpé a mis compañeros
por su desidia ante la lectura; a esa edad ellos estaban más preocupado por ver
qué decía su horóscopo en la última revista juvenil o si su mejor amiga los
invitaría a su fiesta de XV años el próximo semestre. Pero ni siquiera yo, en
mi soledad, pude adentrarme al mundo que Huxley con tanto empeño quiso
mostrarnos. Han pasado los años —y más libros en mis manos de los que puedo recordar—,
pero aun sigo teniendo problemas con los clásicos, no por lo estigmatizados que
están por culpa de la lectura obligatoria estudiantil, sino por mi déficit a la
hora de juzgarlos desde la perspectiva contemporánea sabiendo que fueron escritos
décadas (a veces siglos) atrás y eso acarrea muchísimos cambios, incluyendo la
narrativa de aquellos tiempos. Curiosamente el libro de George Orwell lo leí simultáneamente con el primer libro de la saga Canción de Hielo y Fuego, pensando también que
sería una lectura ligera, por las pocas páginas que le conformaba. Otro error,
otra indigestión literaria.
Si la intención
de Huxley era escribir una sátira de los años 30’s o una versión hipotética de
cómo sería nuestro futuro, poco importa ahora porque al final consiguió consolidar
ambas cosas y lo hizo de una manera tan perturbadora que incomoda al lector lo
suficiente como para removerle de su asiento y cerrar el libro de golpe hasta
nuevo aviso. Por suerte, yo no tenía otra cosa con qué entretenerme y quizá,
sólo por eso, fui capaz de continuar hasta la última página antes de quedarme mirando
el horizonte POR DOS HORAS SIN HACER NADA, tratando de encontrarle un poco de
esperanza a ese final tan jodidamente deprimente sin resultado alguno.
Y es que, si la
sátira está en los nombres que se cuelan entre los párrafos (empezando por
Henry Ford, caramba) la hipótesis futurista la encontramos en sí a lo largo de
toda la obra y, por consecuente, uno empieza a acumular esta especie de
bochornosa molestia al sentir que algo tan nuestro ya había sido previsto varios
años atrás. ¿Tan previsible somos? Sí, probablemente demasiado. Pero Huxley
también puso su encanto, por supuesto; mostrando a estos personajes tan torcidos
que, aun en su individualidad suprimida a la hora de ser creados, resulta curioso
ver cómo se les cuela un dejo de conciencia humana, como un retazo de lo que
fueron hace tiempo (esa incomodidad de Lenina en ciertos escenarios lo
confirman).
Quizá lo que más
me duele de la historia sea esa especie de felicidad vacía que se respira en el
entorno. Absurdo hasta decir basta. El impacto probablemente es más fuerte
porque, en esta sociedad alegre, subsiste esta carencia de personalidad y
familia; de amor y pasión: «Les falta
algo que cueste lágrimas» decía John, el Salvaje con tanto desaliento e
impotencia. Porque al final, es él quien nos lleva por esta travesía de robots
humanos creados como idiotas caminantes para funcionar en un mundo
prefabricado, superficial y falso. Él, que posee todos los sentimientos que
fueron suprimidos en el resto, a base de una experimentación tras otra, se
convierte en nuestra voz y nuestros ojos, en un entorno que incluso a nosotros
nos resulta desolador.
Sin embargo, lo que más carcome por dentro, no son estos rastros de aquello que fuimos,
sino lo terrible que resulta mirar nuestro entorno y verlo reflejado ya en el
libro. Verdades sociales vertidas a borbotones que nos impregnan en la
actualidad, reflejados en un mundo que poco a poco olvida su identidad. Estamos
perdiendo ese poder personal que nos hace únicos, unos a otros, y que levanta
una fina pared donde solo nosotros —y únicamente nosotros— podemos decidir a
quién dejamos pasar y a quién no, repeliendo de esa manera el dogma que sostiene
el mundo feliz de Huxley: «todo el mundo
pertenece a todo el mundo». Es eso lo que estamos olvidando en la actualidad;
las ansias de sentirnos incluidos en un grupo nos obliga hasta cierto punto a
olvidar nuestro ser, como una sola
persona, para verter todo lo que somos en otros; para imitarlos, para seguir
una moda, un gusto, un acto.
Probablemente
por esa razón este libro me ha movido mucho más que 1984 lo hiciera el año
pasado. La novela de Orwell también jode por dentro, es ponzoñosa y cruel, pero
la gente no es feliz con la desfachatez que nos dibuja Huxley con soltura. Podrán
pretenderlo, eso sí, a los ojos del Gran Hermano, pero acá, por lo bajo, algo
brota de la conciencia humana como para saber que su individualidad está ahí y
no ha sido suprimida sino aletargada por culpa de un gobierno déspota. Eso sí,
ambas novelas (disculpen la comparación) guardan ese mecanismo bomba en las
páginas finales, ese atragantamiento que termina en la indigestión literaria
que mencioné más arriba. Pero mientras que 1984 lo hace a base de torturas y
revelaciones hasta culminar con un final igual de deprimente, Un Mundo Feliz lo
convierte en una conversación entre un salvaje y un personaje de alto mando consciente
de su individualidad que, sin embargo, decide seguir viviendo en ese entorno superficial
prefabricado. La tortura vendría después, claro, a base de hostigamientos
grupales hacia alguien que sólo buscaba un lugar en ese mundo que no estaba
pensado para él, como individuo.
Me he extendido
demasiado para un libro que no pienso leer otra vez en la vida. No sé si toda
esta extraña parafraseada anterior tenga tanto sentido para otros como lo ha
tenido para mí, pero cuando una obra se convierte en algo tan personal que
conmueve, y a la misma vez contrae las entrañas, termina por formarse una
especie de aversión que desemboca en algo repelente. Algo así me sucedió con La Tumba de las Luciérnagas, joya de la cinematografía animada japonesa, que vi
sólo una vez y no pienso proyectarla jamás, por la pesada carga emocional que
implica visualizarla. En el caso de Un Mundo Feliz me identifiqué intrínsecamente
con Bernard al principio, y al final, la desolación del Salvaje terminó por
opacar al propio Bernard junto con todos los demás, convirtiéndome en este
último; sintiendo mil veces más de empatía por él que por cualquier individuo
de esta utopía asquerosa. Vi mi propia asocialidad reflejada ahí y eso se
convirtió en algo bastante desagradable, porque toda mi vida he luchado por
encontrar un sitio donde pueda ser yo sin sentirme excluida del resto. Es muy difícil
verter esto en palabra; muy complicado también. Siempre me he sentido como una observadora
en un engranaje que nunca deja de moverse. Yo miro, pero no me incluyo. Nunca
me he sentido incluida, ni tampoco pretendo serlo porque para mí eso sería
falso. Bernard representó eso al principio, pero después conoció la inclusión
al mundo feliz y le gustó esa felicidad absurda, materialista y fabricada
mientras que John jamás logró encajar; sumido en la literatura de Shakespeare,
y en su propia soledad, culminó con su vida harto de tanto horror y espanto. No
deseo terminar siendo ese salvaje en un mundo de locos.
--------------------------------
Editado: enterándome que Dikana ha retomado su blog desde hace un par de meses y vaya, ella también ha tenido esta experiencia con el libro. ó___ó
perfecto;)
ResponderEliminar